Ante la situación de descalabro que día a día se aprecia en lo político, en lo económico, en lo social, la defensa de los DD.HH. ofrece quizás una posibilidad de seguir forjando vínculos entre ciudadanos que no están dispuestos a asistir de brazos cruzados al ocaso de la sociedad en la que viven. Forjar lazos, profundizarlos y hacer fuerza en pos de la profunda transformación que sin duda alguna estamos necesitando.
¿Por qué los DD.HH.? Porque, hasta que inventemos algo mejor, sus textos de referencia establecen con claridad lo mínimo que un Estado debe garantizar a sus ciudadanos. Ese mínimo, en Chile, es un máximo. Es cosa de leer la Declaración Universal de los DD.HH. y contrastarla con algún periódico. El resultado es más que desalentador. Es escalofriante.
Ciudadanos golpeados, torturados, asesinados, quizás hechos desaparecer por aquellos cuya misión fundamental es protegerlos. Las imágenes difundidas estos días en torno a las acciones emprendidas por la familia de José Vergara, desaparecido el 13 de septiembre de 2015, impactan. Entre otras cosas, impacta el cartel que sostienen sus familiares. Es en blanco y negro, presenta una foto del joven, y dice en letras grandes: ¿Dónde Está?
El vínculo es evidente. El vínculo, tanto en los hechos como en la denuncia, con lo que fue la práctica de la desaparición forzada. De pronto esa conexión, esa relación es lo que llama la atención de una noticia a otra porque en los mismos días hemos visto encadenarse en las rejas del antiguo Congreso a militantes de DD.HH. en señal de repudio ante los beneficios otorgados a militares condenados por crímenes cometidos durante la dictadura. En el día de ayer, en La Moneda, se entregó una carta firmada por más de 40 agrupaciones y dirigida a la Presidenta de la República, donde se le pide un pronunciamiento explícito, en particular sobre el hecho de que “a los criminales de lesa humanidad no les asiste la prescripción, la amnistía, ni el indulto”. Y no porque a los firmantes se les ocurra que tiene que ser así sino porque esas son las disposiciones que rigen cuando se trata, precisamente, de crímenes de lesa humanidad.
Lorena Pizarro, presidenta de la Agrupación de Detenidos Desaparecidos, tras reunirse con el Ministro del Interior, se expresó en estos términos: “En estos momentos hay gente marchando alrededor de la Moneda, lo vamos a hacer cada viernes como lo hacíamos en dictadura en el bandejón central, hace unos días atrás nos encadenamos en el ex Congreso frente al palacio de Tribunales y vamos a seguir realizando éstas acciones”.
El vínculo entre una cosa y otra existe. Explícito en las palabras de Lorena Pizarro. Implícito, pero no menos potente, en el cartel que sostiene la hermana de José Vergara. Las violaciones a las DD.HH. en el presente y las violaciones a los DD.HH. en el pasado constituyen un solo y mismo problema.
Se trata de la cuestión de los límites. Se trata de que, en una sociedad, no todo debe ser posible. Se trata de que no basta con proteger a los asesinos de crímenes pasados, miembros de las FF.AA., para asegurar la coexistencia nacional. Se trata de que la coexistencia nacional supone también no sacrificar, en nombre de supuestos intereses superiores, los derechos de las grandes mayorías de no privilegiados que tiene nuestro país. Se trata de que, confrontada a una situación de violencia extrema, una familia no debería estar sola para reclamar que el Estado chileno asegure sus derechos en vez de violarlos. Se trata de que violentados, no sólo por el incumplimiento de los compromisos asumidos por el Estado respecto a su situación en tanto víctimas de violaciones a los DD.HH. sino también por los beneficios que, en paralelo, se otorga a quienes fueron responsables de esas mismas violaciones, los militantes que ayer se movilizaron para entregar su carta a la Presidenta de la República tampoco deberían estar solos. Se trata de que cada uno de nosotros debería sentir como propias esas necesidades y actuar en consecuencia. Porque, de alguna manera, es el conjunto de la sociedad lo que peligra cada vez que algunos de nuestros derechos es vulnerado.
Nada de esto puede suceder sin una auténtica política de Estado. Es necesario que los DD.HH. dejen de ser abordados como la reivindicación de un sector particular de la sociedad chilena. Tampoco es suficiente que sean política de un gobierno. Hace falta continuidad, hace falta tiempo para desarrollar algo que en veintiséis años de democracia no hemos podido construir. Una cultura de los derechos humanos. Y una capacidad de acción acorde que nos permita organizarnos para exigir los debidos cumplimientos desde una perspectiva amplia, abarcadora. Porque, sin duda, el derecho a la vida, a la seguridad, a la integridad física son fundamentales. Pero no es el único. Desarrollar una auténtica cultura de los derechos humanos es también tener bien claro la pluralidad de derechos existentes entre los cuales cierta cantidad de derechos económicos, sociales, culturales. Lo que incluye los derechos de los trabajadores.
Me atrevo a decir que quien se propusiera, en Chile, simplemente cumplir con todos y cada uno de los artículos de la Declaración Universal de los DD. HH. –otorgándole un lugar relevante a los artículos 23, 25, 26– tendría un programa político de envergadura. Más allá: quién se propusiera usar todos los recursos del Estado para cumplir con ellos estaría dando un salto fundamental en pos de la mejoría de las condiciones de vida de todos.
Mientras eso no suceda, la plataforma que ofrece en potencia la defensa de los DD.HH., en sus múltiples escenarios, en sus diversas cronologías, es también ese mínimo denominador común en el que podemos quizás encontrarnos. Encontrarnos para evitar que la especificidad de cada lucha termine disgregándonos, para desarrollar acciones conjuntas y favorecer la unión de todos los que, en Chile y en tantas otras partes del mundo, no tenemos ni deseamos privilegios.