La construcción del enemigo

  • 18-07-2016

Uno de los últimos libros  que el brillante y barroco Umberto Eco publicó antes de morir llevaba por título “Construir al enemigo” y arrancaba con una anécdota personal que le había pasado a él en Nueva York cuando, al tomar un taxi, el taxista, paquistaní de origen, decide darle conversación y preguntarle, en primer lugar, de qué país es él. Como quiera que Italia no le sonaba demasiado al conductor, este decidió dirigir la conversación hacia otros derroteros, aún más perplejantes: ¿Qué enemigos, históricos y territoriales, tenía esa rara nación europea que su interlocutor escuchaba mencionar por vez primera?. Eco le iba respondiendo que Italia hacía muchos años que no tenía enemigos. Por lo menos desde la Segunda Guerra Mundial. Pero, al apearse del vehículo y siguiendo con la reflexión en solitario, se dio cuenta de que la cosa no era tan sencilla: en Italia eran especialistas en enemigos interiores; norte contra sur, mafia contra estado y un largo etcétera, de difícil precisión y no digamos análisis.

La humanidad siempre ha necesitado enemigos. De la naturaleza que sea. Sobre el estrato primero de la obligación de aniquilarlos, tras haberlos deshumanizado previamente, se han construido, fortificado y sedimentado nuestras identidades actuales. Roma distinguía muy bien entre sus ciudadanos y los bárbaros, esa gente extraña en costumbres y lenguaje, que llegaban hasta “nosotros” para apropiarse de “lo nuestro”…sin llegar a ser como nosotros. Desde entonces la línea divisoria más ancestral y atávica del mundo es la que separa el “ellos” del “nosotros”. Una fisura que nos acabará tragando. De nada ha servido el conciliador mensaje del irrepetible Olof Palme -”no existe ellos y nosotros, solo nosotros”-, puesto que “ellos” y “nosotros” son bloques dinámicos, que sufren divisiones infinitesimales, donde al final queda el “tú” contra el “yo”: los aproximadamente seis mil millones que poblamos ahora este planeta somos portadores de seis mil millones de verdades incombustibles y absolutas. Francamente, un galimatías irresoluble desde que aquel anuncio televisivo  -”porque yo lo valgo”- produjera tanto daño colateral a partir de que algunos creyeran que era un dogma de fe y no un eslogan publicitario.

Cuando Primo Levi publica “Si esto es un hombre” tiene clara la función de los fanáticos que se apropian de la verdad -en nombre del ente que sea: patria, dios o una multinacional- para destruir a los que no son como ellos. Un absurdo. Porque lo último que quiere un fanático es que “el otro” sea como él. Y ahí reside una de las perversidades (y una base del éxito) del odio: el otro no puede, ni debe, ser como yo. El otro ha de ser diferente. Y se le castiga tanto por la diferencia como por sus aspiraciones a limarla. Es lo primero que me viene a la cabeza cuando se habla de “integración social”. ¿Qué significa? ¿Renunciar a ser lo que uno es, o, por el contrario, seguir fluyendo con el patrimonio delicado y único de lo que uno es y ha sido? Porque integración no es renunciar a lo que uno es y a aquello que lo constituye – valores, creencias, símbolos, normas, recuerdos…- pero, desde luego, tampoco lo es destruir todo aquello que el otro es -fundamentalmente lo mismo-. Y no se nos olvide que los papeles son intercambiables.

En estos días de barbarie, tras el brutal atentado de Francia, pienso en lo difícil que se hace la convivencia cuando todo se ha llenado de “otredad”, cuando nos arrogamos el derecho de destruir al otro porque el otro simboliza aquello que ha ido alimentando nuestro odio, cuando el otro deja de ser un ser humano para convertirse en la carnaza que tú ofreces a la voracidad de tu dios y tus ideales. Detrás hay una consigna tan vieja como la noche de los tiempos: con el otro no se dialoga, solo se le mata, se le hace desaparecer. ¿Qué más da que el otro sea un niño, una mujer embarazada, o un barrendero en su día de fiesta? ¿Qué más da que el otro sea alguien que a lo mejor te habría entendido mejor que tú mismo? Ochenta y cuatro personas en Niza han dejado de existir, en un asesinato despiadado, no por lo que eran, sino por lo que otros decidieron que representaban.  El enemigo era esa “masa”. El odio tiene una fuerza aglutinante que desarma -todas las víctimas son indecentemente iguales a los ojos de su verdugo-. Y más cuando lo ejercen con firmeza esos justicieros por cuenta propia en nombre de su verdad, tan arrugada, tan pequeña, tan poco verdad.

Ya no necesitamos fabricar al enemigo. Vive en casa. Y se parece a nosotros…

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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