La Declaración Universal de Derechos Humanos establece que toda persona tiene derecho a una calidad de vida adecuada para su salud. Ligado a ello, el derecho a vivir en un ambiente propicio para la salud y bienestar, queda establecido en varios instrumentos internacionales de derechos humanos, como el Protocolo de San Salvador, la Resolución de la Asamblea General 45/94 y el Protocolo de Kioto de 2005. Por su parte, el Pacto Internacional de Derechos Económicos Sociales y Culturales (PIDESC) no lo contempla explícitamente, pero su reconocimiento deriva de sus artículos 11 y 12.
En Chile, la Constitución aún vigente también consagra el derecho a vivir en un ambiente libre de contaminación. Existe una legislación específica desde 1994, cuando se aprobó la ley 19.300 sobre Bases Generales del Medio Ambiente, y recién desde 2010 tenemos un Ministerio del Medio Ambiente. Sin embargo, el ejercicio pleno de este derecho se ve obstruido en nuestro país y en el mundo entero, día a día, amenazando la vida de personas y comunidades. Según el INDH, y de acuerdo a la información de la Organización Mundial de la Salud, en Chile tienen lugar al menos cuatro mil muertes prematuras al año producto de la contaminación atmosférica, proveniente de diferentes fuentes, derivadas principalmente del uso de combustibles fósiles, emisiones industriales, uso de leña y agroquímicos. A la contaminación del aire debemos sumar la del suelo y el agua. La situación alarma, sin siquiera referir al peligro inminente que significa el calentamiento global.
Si el derecho a vivir en un medio ambiente sano se vulnera, toda una serie de derechos son menoscabados, y uno fundamental en particular: el derecho a la salud. Recordemos el caso de la escuelita La Greda, donde profesores y estudiantes sufrieron intoxicación producto de los agentes contaminantes. Según un informe de la Seremi de Salud, todas las escuelas de Puchuncaví se encuentran con índices por sobre la norma de metales pesados (fuente Informe 2014 INDH). La contaminación en la denominada Zona de sacrificio Quintero Puchuncaví excede en creces los estándares internacionales, afectando al aire, al mar y a los suelos. Este caso nos hace preguntarnos por la concentración y desigual distribución de la instalación de empresas e industrias de distinto tipo, responsables de esta generación excesiva de desechos y emanaciones tóxicas. Claro está que los costos, en general, son soportados por los más vulnerables social y económicamente.
En este marco, el derecho a la participación en la toma de decisiones ambientales de las comunidades afectadas ha sido ineficaz, pues el tiempo para cuestionamientos y propuestas es corto y las opiniones de la ciudadanía no siempre son escuchadas ni tomadas en cuenta. Ello afecta severamente el principio fundante de los derechos humanos de libre determinación de los pueblos.
Ciertamente, el régimen extractivista aún imperante en nuestro país transgrede en numerosas ocasiones varios derechos: el derecho a vivir en un ambiente libre de contaminación, el derecho a la libre determinación de los pueblos y el derecho a la salud. “Uno de los principales derechos humanos afectados por proyectos de inversión y medidas estatales es el de la propiedad territorial indígena, consagrado, por ejemplo, en el artículo 21 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos”, señalan los expertos (Informe Derechos Humanos UDP 2014).
Este derecho ha sido proclamado en diversas instancias:
El Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) reconoce “el derecho colectivo de propiedad basado en títulos ancestrales y establece el deber del Estado de proteger tales derechos”. También se refiere a la necesaria consulta sobre el uso de sus recursos naturales, ante cualquier tipo de proyecto que se realice en tierras indígenas. Por su parte, se asume en la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los Pueblos Indígenas “la urgente necesidad de respetar y promover los derechos intrínsecos de los pueblos indígenas, que derivan de sus estructuras políticas, económicas y sociales y de sus culturas, de sus tradiciones espirituales, de su historia y de su filosofía, especialmente los derechos a sus tierras, territorios y recursos”.
Así también lo manifiesta la Corte Interamericana de Derechos Humanos: “la protección del derecho a la propiedad de los pueblos indígenas sobre sus territorios ancestrales es un asunto de especial importancia, porque su goce efectivo implica no solo la protección de una unidad económica sino la protección de los derechos humanos de una colectividad que basa su desarrollo económico, social y cultural en la relación con la tierra”.
Para proteger este derecho, el Estado chileno ha asumido la obligación de realizar Consultas Previas Libres e Informadas (CPLI) cada vez que se prevea cualquier acción susceptible de afectar directamente a los pueblos concernidos (Informe Derechos Humanos UDP 2014). De esta manera, los pueblos originarios tienen el derecho a participar y ser consultados en forma previa ante cualquier acción, privada o estatal, que afecte directamente el desarrollo y pervivencia de la comunidad. A este respecto, “el INDH ha sostenido en reiteradas oportunidades que el establecimiento de procedimientos adecuados que garanticen la participación efectiva de los pueblos indígenas, en aquellos asuntos susceptibles de afectarlos directamente, requiere asumir como primera condición, que hay una realidad multicultural que reclama reconocimiento y respeto”.
El Estado ha generado durante los últimos años instrumentos que reglamentan el deber de consulta previa. Existe el Reglamento del Servicio de Evaluación de Impacto Ambiental, entrado en vigencia en 2013. También rige el Decreto Supremo Nº 66 del Ministerio de Desarrollo Social, publicado en el Diario Oficial en marzo de 2014, que “regula el Procedimiento de Consulta Indígena contemplado en el Convenio Nº 169 de la OIT”. Al revisar los informes de derechos humanos de Centro de Derechos Humanos de la Universidad Diego Portales y del INDH, nos hallamos con profundos cuestionamientos hacia la aplicación de estos mecanismos, ya que no han potenciado una participación efectiva y soberana de los pueblos indígenas.
¿Qué falla? Por un lado, los mecanismos participativos y de consulta previa no son representativos y, por tanto, carecen de legitimidad. Por otro, la política de restitución de tierras establecida en la Ley Indígena (1993), a partir de la cual se creó el Fondo de Tierras y Aguas Indígenas, no acoge la reivindicación de tierras ancestrales; solo se aplica a las reconocidas legalmente por el Estado o que en el futuro se declaren como tales (Informe Derechos Humanos UDP 2014). Esto significa que no hay una protección sobre estos territorios, ni una intervención efectiva en la toma de decisiones de los pueblos indígenas, que reconocen estas tierras como propias. Por el contrario, las comunidades han tenido que enfrentar la instalación de proyectos que amenazan su supervivencia. La situación se agrava cuando nos encontramos en presencia de proyectos mineros, hidroeléctricos y forestales que cuentan con subsidios estatales para instalarse en aquellas tierras que los pueblos indígenas reivindican; gracias, por ejemplo, al Decreto Ley 701 promulgado a principios de la dictadura, que promueve inversiones forestales en el sur del país para la instalación de la industria maderera privada. En los setenta, estas tierras, en su mayoría de asentamientos mapuches, fueron privatizadas a bajo costo, favoreciendo a grupos económicos hoy fuertemente cuestionados, como el grupo Matte, dueño de CMPC y Forestal MININCO en la actualidad (Informe INDH 2014).
Los organismos de derechos humanos nacionales e internacionales se han pronunciado extensamente respecto la importancia de establecer en la legislación nacional mecanismos que viabilicen la restitución de tierras indígenas de ocupación tradicional. También han señalado la importancia de que los pueblos originarios controlen “los acontecimientos que los afecten a ellos y a sus tierras” (Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los Pueblos Indígenas).
Si bien entre estas palabras y la realidad hay un enorme trecho, podríamos intentar aproximarnos a aquellos principios fundamentales que la misma humanidad ha consagrado como imprescindibles para una calidad de vida digna; para una convivencia pacífica, justa e igualitaria; para un ejercicio soberano de la ciudadanía.