Alas de mar y de memoria

  • 02-11-2016

Celina fue obligada a dejar la casa materna para insertarse en la sociedad de Punta Arenas, de la segunda mitad del siglo XX. Era una adolescente y de la libertad en la que vivía en la isla Englefield, ubicada en los mares más australes del mundo, pasó a la rigidez de un hogar de religiosas católicas.

Yan Yan Catalán, me decían a coro niños y niñas, mientras me mantenían al centro de una ronda, hasta que se cansaban

Lo que repetían sus compañeros como un canon abusivo era su apellido, Yan Yan, y el de su madre, Rosa Catalán, una de las últimas sobrevivientes de la etnia kaweskar que quedan en nuestro territorio, quien no pudo impedir la brutal separación de su hija de mano de las autoridades gubernamentales y eclesiásticas de la época. Así lo habían venido haciendo desde hacía siglos, enseñoreados con la consabida soberbia que brinda la ignorancia respecto de un pueblo canoero cuya presencia en las islas y tierras magallánicas tiene una data de varios miles de años. Pero del que hoy ya casi nada se sabe, después de haber sido exterminado a punta de balas, esclavitud o como una especie exótica exhibida en lo que hemos hoy sabemos fueron los “zoológicos humanos” de la Vieja Europa.

Celina le habla a la cámara del director Hans Mülchi con tranquilidad y un dolor que lleva enquistado desde que nació y aprendió de boca de sus mayores sobre la historia y muerte de su pueblo. Su dominio de la lengua kaweskar es parcial, ya que el castellano se convirtió en su pasaporte de sobrevivencia desde el hogar cristiano para ser conducida “por las monjitas hacia una casa de familia, cuando apenas cumplía 16 años, para trabajar durante mucho tiempo, sin siquiera un salario”, recuerda. Era el católico gesto de civilizar a aquella joven kaweskar que hoy, una mujer de 56, no fue convertida del todo a pesar de tanto rosario y novena, cuando aun recuerda los rezos y espiritualidad que aprendió de sus abuelos.

Confía en su interlocutor, el director del documental Calafate, zoológicos humanos, quien fue hace unos años a Europa tras la huella de un grupo de kaweskar que cayó en manos de un fino señor francés, zoológo de oficio, que creara en 1877, el Jardín de aclimatación antropológica, donde exhibió a familias enteras de pueblos indígenas junto a aves y animales exóticos, para el entretenimiento y deleite de los parisinos. En ese documental, Mülchi siguió la pista de esos hombres, mujeres y niños arrancados desde el sur austral hace casi un siglo y medio que, desde el poco paradisíaco Jardin, desaparecieron. El director y su equipo llegaron hasta las bodegas de la Universidad de Zurich, donde permanecían olvidados sus restos óseos. Notificada Celina por parte del realizador del hallazgo de sus hermanos de sangre, debió dar la lucha en contra del Estado chileno, que querían hacer de eso una épica televisiva, manoseada políticamente, que les permitiera a los encargados del tema vestirse con logros ajenos. La entereza y orgullo de Celina y su madre se los impidieron y lograron, luego de la ceremonia oficial de rigor con Presidenta y autoridades, llevar a los suyos a descansar al lugar que nunca debieron haber abandonado.

El director y su equipo junto a los antropólogos suizos, Christoph Zollifoker y Marcia Ponce de León,  los mismos que guardaban las cajas de osamentas y que lloraron de emoción al saber que su familia las reclamaban, han regresado para seguir ese hilo de la memoria que quedó desprendido del documental anterior, y ahora con la confianza y amistad de las protagonistas, se lanzan con Celina y su madre en un viaje hacia la isla Englefield, la isla que les fue arrebatada por el Estado chileno y han luchado por recuperarla. Por los mares australes, con maravillosas imágenes de la fauna marina, como también de la intimidad de sus diálogos y recuerdos de familia, hacen la travesía náutica hacia esa Ítaca con la que no dejan de soñar, ese pedazo de tierra en medio del océano sur austral donde sus antepasados realizaban sus ceremonias y donde aun queda una casa semi destruida, con algunos enseres que demuestran su presencia en el lugar.

“Después de tramitarlos por años, se ha emitido una resolución que dice que no se las van a entregar, porque no consta en los registros de la CONADI que ellas hayan habitado la isla, como tampoco que la hayan visitado en los últimos cinco años. Esto demuestra que las luchas de los pueblo originarios están completamente vigentes y que nosotros, los chilenos, podemos ayudar”, dice el director del documental Alas de mar, quien entiende su trabajo como una “postura ética, estética y política”.

Fueron 40 horas de grabación que se resumen en 60 minutos donde se da cuenta de los lazos de confianza que les permitieron registrar por primera vez a la última mujer nacida de madre y padre kaweskar, como es Rosa Catalán. Aún guardan sueños para esa isla. “Imaginamos construir una biblioteca indígena allí que se llame yekchal, que significa ciervo”, dice Celina.

La decisión está ahora en manos de la ministra de Bienes Nacionales, Nivia Palma, quien fuera directora de la DIBAM y en cuya administración se hizo uno de los gestos más simbólicos y respetuosos de nuestra historia reciente, como fue la devolución a la Biblioteca Nacional de Lima, de los libros saqueados por los militares chilenos durante la ocupación de la capital peruana, posterior a la Guerra del Pacífico.

Es posible pensar que Celina y Rosa recibirán de parte de otra mujer, esta vez representando a la Patria, el gesto reparatorio que los kaweskar están esperando desde hace siglos.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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