La decisión política de seguir postergando la consolidación de una Carta Fundamental verdaderamente democrática entraña, ciertamente, el encantamiento general de la clase política por la institucionalidad autoritaria definida por la Constitución de 1980, salvo con algunas enmiendas que puedan ser acordadas por algún gobierno de turno y el Congreso Nacional. Es claro que para las cúpulas de los partidos parece más razonable convenir un conjunto de modificaciones a lo ya existente que abrirse a un proceso en que los ciudadanos asuman protagonismo a través de una asamblea constituyente. Durante toda la posdictadura se le ha quitado el bulto al más legítimo y eficiente de los procesos, como ha sido el camino previo de las constituciones más sólidas y estables del mundo.
Parece lamentable que nuestro país no se allane a encomendarle este texto tan primordial a un conjunto de chilenos definidos por elección popular. No entendemos, francamente, que haya quienes tanto le temen a un cónclave ciudadano, lo que sería una novedad y oportunidad para Chile, cuando en toda nuestra trayectoria republicana las constituciones se han definido “entre gallos y medianoche”, en componendas de los caudillos políticos con los militares, los partidos y los más poderosos empresarios.
De allí que nuestro marco jurídico y nuestra leyes hayan favorecido siempre a las clases hegemónicas e incurrido en aquellas aberrantes prácticas del derecho penal y procesal que permiten los abusos, las inequidades económico sociales y las complicidades de nuestros tribunales de Justicia. Así como esa sensación tan extendida de que los pobres carecen de derechos efectivos e igualdad ante la Ley; como que los ricos, mediante buenos abogados y argucias judiciales, escapan siempre impunes de sus atropellos y delitos.
La posibilidad de una Asamblea Constituyente, más que un capricho que lave la afrenta de la institucionalidad heredada de la Dictadura, se constituya en una magnifica posibilidad de que el país discurra y apruebe una sólida columna vertebral que sustente nuestra convivencia. Para que defina los poderes del Estado, su independencia y la mejor fórmula para dirimir sus roles y diferencias. Para optar, por ejemplo, por un régimen presidencialista, semi presidencialista o parlamentario. Escoger entre una o dos cámaras legislativas y, al mismo tiempo, consolidar un régimen en que las regiones tengan efectiva palabra y atribuciones.
Una institucionalidad que, según las tendencias mundiales, nos conduzca a una democracia participativa, más que representativa. En que el sufragio efectivamente sea universal y secreto y no fomente los inauditos porcentajes de abstención que hoy ponen tan en entredicho la solidez de nuestras instituciones, cuanto la solvencia de nuestros políticos y funcionarios públicos. Un régimen que se haga cargo, además, de nuestra diversidad y consagre la naturaleza plurinacional de nuestro Estado.
Una Carta Fundamental que asuma la obligación de nuestros gobernantes de velar por una auténtica soberanía nacional. No solo en relación a nuestras demarcaciones geográficas sino, también, destinada a proteger nuestros recursos naturales y bio diversidad. Que regule y le ponga límites a la inversión extranjera que hoy se enseñorea en nuestros yacimientos, reservas acuíferas, bosques y en el ancho y largo mar que baña nuestras costas.
Que al mismo tiempo, le garantice a todos los habitantes de este territorio acceder a la educación, la vivienda y la salud hoy condicionadas por el lucro, así como tan acotada a los que pueden pagar por los que son considerados servicios más que derechos. Que garantice la organización social, la existencia de sindicatos y toda suerte de organizaciones, de tal forma que nuestros ingresos no presenten la escandalosa brecha que hoy nos señala como uno de los países más desiguales de toda la Tierra. Al mismo tiempo que garantice un sistema digno y solidario de pensiones y sueldos y salarios a escala humana, que no estén regidos por quienes manipulan el mercado, sino por los Derechos Humanos universalmente reconocidos.
Una Asamblea Constituyente que defina la existencia de Fuerzas Armadas cuyos integrantes corran la misma suerte de los civiles. Sin sueldos y previsión de lujo; con un único sistema de justicia como de salud, y en que el gasto en armas se acote a nuestras estrictas necesidades. Desestimando, por supuesto aquella idea de ser un país poderoso fratricida, a cambio de que nos sintamos hermanos y socios de nuestros vecinos. Con una Constitución y leyes que exijan nuestra independencia nacional y no nos mantenga postrados, como ahora, a los lineamientos de la potencia imperial y las instituciones financieras internacionales.
Que nos otorgue un ordenamiento jurídico propio de un Estado no confesional, pero que garantice debidamente la libertad de culto y de pensamiento. Que exija la que hoy es una condición universal de cualquier democracia seria, cual es la diversidad informativa, la prohibición de los monopolios comunicacionales, como de esa sumisión de los medios de comunicación a la publicidad que paga y determina sus contenidos ideológicos. Que aliente verdaderamente la cultura, suprima las barreras tributarias al intercambio de conocimientos y otorgue recursos públicos decorosos para el desarrollo de las artes y las ciencias.
Una Asamblea Constituyente en que todo esto se discuta teniendo en vista del interés nacional y no el de los parlamentarios o moradores de La Moneda. Cuando lo que hemos visto hasta aquí es que la leyes electorales, precisamente, se han hecho con la calculadora de los partidos y sus cúpulas. Y hasta en la idea de descentralizar el país y darle mayor autonomía a las regiones se descubre la trampa y el resquicio legal.
Que sea el pueblo el que decida mediante el ejercicio de su soberanía política. Cuando la corrupción, además, ha empañado tanto la independencia de los que se proclaman nuestros representantes. En que no se le deje espacio al delito, la impunidad y al propósito de una casta política empeñada en perpetuarse en los cargos y servirse de ellos.
Objetivos todos que ciertamente incomodan a los actuales detentadores del poder real y que exigen, por lo tanto, una alta concertación y movilización ciudadana para imponer, más temprano que tarde, una Asamblea Constituyente.
Cuando ya nos encaminamos a completar tres décadas de posdictadura y completamos más de 40 años de interdicción ciudadana.