El conocimiento o el estudio —su generación, conservación y transmisión—, es la materia a que la universidad se aboca y para hacerlo requiere autonomía, un asunto que no es meramente retórico sino vital. La cúlmine se encuentra en las universidades estatales, que no toleran injerencias de dueños ni credos y tienen autonomía incluso frente al propio Estado. Es justamente ahí donde radica la enorme potencia de las universidades estatales.
Lo diré en las muy precisas palabras de mi querido amigo Gonzalo Díaz:
“Constituido el Estado, vinculado a las nociones de Nación y Territorio, él mismo se delega por motivos de sobrevivencia nacional en la comunidad de conocimiento que conforma el órgano llamado “Universidad” … otorgándole, de parte de la sociedad en su conjunto, la titularidad del interés público. Se conforma este órgano por una comunidad, que por la naturaleza de su misión, es reflexiva, analítica, crítica y deliberante. Para el cumplimiento de su misión, el Estado protege a este órgano con autonomía, encargándole incluso la crítica al mismo Estado que lo sostiene. Por los mismos motivos de sobrevivencia nacional, pero con fines de garantizar su soberanía, de mantener la integridad territorial y proteger a la población, el Estado se delega en el órgano Fuerzas Armadas… una comunidad, que por la naturaleza de su misión, es disciplinada, jerarquizada, vertical y no deliberante. Para el cumplimiento de su misión el Estado y la sociedad se protegen de este órgano (desde la República de Roma) no reconociéndole autonomía”.
Una universidad que no es autónoma es impotente, un fraude social que no servirá al desarrollo de los habitantes del territorio que la acoge, un triste espejismo de lo que debiera ser. Tal como la mera apariencia de participación no basta para conformar una sociedad que se pretende democrática. Si la democracia precisa su permanente profundización y requiere ciudadanos cada vez más libres, informados y educados, entonces, el corazón de la democracia es la universidad, pública y con autonomía. Nación, ciudadanía y territorio, democracia y universidad, son inseparables.
Con esas convicciones, el verano pasado estuve abocada, sin pausa, a elaborar el Estatuto de la Universidad de Aysén, teniendo sumo cuidado de recoger la esencia de las demandas regionales, las definiciones de la Comisión Regional, consultando con el Consejo Social transitorio que estaba ya en funciones y con el apoyo cercano de la Universidad de Chile y su Dirección Jurídica. El tres de marzo de 2016 entregamos el texto en una ceremonia en el Ministerio de Educación y luego, el 4 de julio enviamos por oficio algunas correcciones… ninguna respuesta.
Esta semana pudimos conocer finalmente, con gran expectativa y emoción, el texto definitivo del Estatuto que se hizo público en el Diario Oficial (sábado 4 de febrero de 2017).
El Estatuto oficial conserva algunos elementos del original: el carácter de “comunidad universitaria” para esta institución pública, los órganos colegiados Senado Universitario triestamental, Consejo de Calidad, Consejo Social (aunque estos últimos quedan en una indefinición que habrá de ser superada con urgencia pues son imprescindibles para la adecuada pertinencia y pertenencia regional). Si bien es cierto que se conserva parte de su redacción, no es menos cierto que quedan cercenados varios elementos fundamentales: la articulación efectiva entre los órganos colegiados que aseguren la armonía del gobierno, la mayoría de las instancias de participación y democracia interna, el resguardo del equilibrio entre política presupuestaria y plan de desarrollo estratégico, las atribuciones de autodeterminación de la comunidad en cuya capacidad deliberante se cifra la verdadera autonomía. Siendo complejos, podrían estos aspectos subsanarse, sin embargo resulta insalvable el Consejo Superior, del que sólo se ha respetado el nombre y al que han dejado con un diseño del todo atentatorio de la debida autonomía, tanto así que tergiversa el sentido profundo del Estatuto original.
Además de la máxima autoridad que recae en el rector/a, el Consejo Superior quedó conformado por cuatro representantes de la universidad y cuatro representantes del gobierno nacional de turno. Esta proporción desmedida sumada a las amplias atribuciones no sólo anula a la comunidad y a los otros órganos colegiados, sino que es una intromisión tan gravitante que abre la compuerta a la instrumentalización y eventual politización de la institución.
Basta imaginar cómo sería el funcionamiento de una universidad estatal bajo semejante cuerpo regente, para rechazarlo con prontitud.
La expectativa y emoción al conocer el Estatuto oficial de la nueva Universidad de Aysén se transforma en preocupación que levanta una señal de alerta. Su Consejo Directivo, dominado por el gobierno de turno, reviste la mayor gravedad pues, aun cuando no conocemos el origen de tamaño despropósito (en su único considerando solo se señala al Estatuto original y no a la fuente de las posteriores modificaciones), es evidente que se lo intenta usar para validar la introducción de esta misma figura en la ley de reforma de la educación superior. En la discusión parlamentaria este aspecto de la ley ha sido cuestionado y el MINEDUC ha accedido a realizar modificaciones, pero sin precisar el alcance que tendrán. En un protocolo de rediseño del MINEDUC de octubre pasado se modera la idea inicial señalando que “el Consejo Directivo (Superior) de las universidades estatales se compondrá de 9 miembros de los cuales 3 serán nombrados por el Presidente de la República, 3 representantes del Cuerpo Colegiado, el rector y 2 personalidades de la región elegidos por la universidad”. De concretarse esta indicación u otra versión más prudente y respetuosa, el Estatuto de la Universidad de Aysén quedaría en este aspecto como un intento de intervención obsoleta.
Sería inconcebible que la Universidad de Chile (institución que conozco bien como integrante activa en su comunidad por tres décadas) acepte ser sometida al gobierno de una junta directiva que tome las decisiones más relevantes, tanto de inmediato como de mediano y largo plazo por sobre el Consejo Universitario, el Senado Universitario y por sobre su comunidad que autónomamente definió sus estatutos. Tampoco es verosímil que las otras universidades estatales pudieran aceptar tal figura autoritaria.
Sabrán los parlamentarios, sabrá el CUECH, sabremos las comunidades universitarias defender la autonomía y frenar una propuesta que golpea fuerte a las universidades públicas. Lo digo como afirmación, pero también lo planteo como una inquietud. Es muy mala idea para el país atacar a las universidades estatales y obligar al Estado a “dejar de protegerlas”, a menos que se trate de alguna oscura e inconfesada intención. De seguro algún asesor voluntarioso, obsesivo y demasiado llevado de su pésima idea esté tras esta suerte de “junta directiva” que ni la dictadura aventuró en su clímax de delirio neoliberalizador.
Encontrará fuerzas la Región de Aysén, no me cabe ninguna duda, y dignidad las actuales autoridades de la Universidad de Aysén, para restituir la autonomía que se ha logrado conculcar. Lo afirmo para convocarlo.
“En una sociedad democrática es redundante toda declaración de autonomía universitaria; sólo en los Estados totalitarios y en los regímenes autocráticos se la justifica realmente. Pero la declaración se ha hecho necesaria como consecuencia de la inestabilidad y de las contradicciones que amenazan a la democracia en su propio seno… las universidades se protegen de la insinceridad y de la incertidumbre que las rodea”, nos advertía Jorge Millas por los años 80, pero claro, eran otros tiempos.
*La autora es ex rectora de la Universidad de Aysén.