Hay libros a los que siempre se puede volver. Libros fuertes. Sólidos. Consagrados o no. Eso es secundario. Uno de esos libros es 1984. De Orwell. Y otro es Rebelión en la granja, de Orwell también. Hay más de un puente entre los dos relatos. Uno de ellos es la memoria. El rol que le otorga Orwell a la memoria. Su potencial disruptivo. La memoria como elemento perturbador y potencialmente subversivo. Sí, subversivo. En el sentido que le dio al término la lengua militar, el discurso militar. La memoria “obstinada” dijo Patricio Guzmán. Pero también “afectiva”, “afectuosa”. Esa memoria supo ser resistente. Insolente: “no se dejaba contar”. Frente a la voluntad de negación total, hombres y mujeres se oponían. Decían: esto fue, esto sucedió. Pero sobre todo: esta persona existió, yo la conocí, yo la amé. Y si uno ama a alguien, eso es la prueba de que ese alguien existió. Algo de eso nos enseñó otro escritor que no era Orwell.
Pero volviendo a Orwell. El dilema que se va dibujando desde las primeras páginas pone en escena a un hombre que recuerda. Winston. Ese simple hecho es lo que lo define y lo que lo condena. Winston tiene recuerdos propios. Los tiene en un lugar donde el poder pretende controlarlo todo. Especialmente eso: los recuerdos. Todo lo que resulte propio. Lo que no se puede doblegar. La convicción de que las cosas “no siempre fueron así”.
Hasta ahí la evocación. El libro sigue estando a disposición en muchas bibliotecas y abierto, por suerte, a todas las interpretaciones.
En este diario hay lectores que se incomodan cuando ven aparecer la palabra “memoria”. Se lo toman a pecho y casi como un insulto. Pero, también, como una oportunidad. La oportunidad de ofender. Me es grato observar, semana tras semana, la calma con que una de las columnistas repone su reflexión sobre los temas que más incomodan a esos lectores, quizás los más asiduos del diario. Esa tenacidad es suya y es a su vez una herencia. Este país ha tenido muchos viejos tozudos. (Ni hablar de las viejas). Los jóvenes tenían de quien aprender. Fue una experiencia útil, aunque hoy los escenarios de lucha son sumamente diferentes a los de ayer.
Es cierto que en este país ha habido bandos y que cada cual tiene –o tuvo– sus valores y sus representaciones. Sin embargo, la memoria no es solamente lo que separa campos, bandos. Un forma de marcar un “allá”, un “acá”. La memoria puede ser –también– la vocecita que incomoda dentro del propio grupo o bando. La huella (¿la prueba?) de una experiencia inexorablemente personal.
Este comentario se nutre no de una noticia sino de muchas noticias que en estos días caen, aquejan, en los más diversos ámbitos. Parafraseando a Rodolfo Walsh, y junto a otros, me gustaría preguntar: ¿Quién mató a ARCIS? ¿Quiénes fueron responsables de su caída? ¿Qué es lo que estuvo en juego ¿Ya no en su dimensión vital, en su proyecto académico (proyecto que hombres y mujeres de buena fe conocen), sino precisamente en su caída? ¿Quién(es) se beneficia(n) con el crimen? De muchos recuerdos están hechas las respuestas.
Lo mismo ocurre en otros ámbitos menos espectaculares, más discretos, cada vez que como Clover, frente a los siete mandamientos, en Rebelión en la Granja, nos preguntamos: pero, ¿esto fue así? ¿Fue, de verdad, así?
Años atrás un historiador francés reflexionó sobre la biografía oficial de un héroe que había participado en el levantamiento de Varsovia. A través de su investigación logró desmontar algunas ideas que se tenía respecto a esta figura. Sin embargo su intención no era destruir o demoler “estatuas”, más bien lo contrario. Lo que el historiador pretendía (hasta donde entiendo) era devolverle a esa estatua su condición humana, haciendo un cuadro más cercano a la realidad. Un cuadro que no necesitaba ni ensalzar ni omitir. Más bien restituir ese ser humano en la complejidad de la trama de la que fue parte.
En un escenario diferente, y quizás con preocupaciones diferentes, hace años también Milan Kundera escribió una página demoledora con la que se abre “El libro de la risa y el olvido”. Ahí se cuenta la historia de un doble asesinato. La ejecución de Vladimir Clementis, y su posterior desaparición de una famosa foto oficial. No soy conocedora de Kundera, pero tengo la impresión de que no se le puede presentar como un admirador de Clementis. Lo que Kundera dice es algo concreto y perturbador, incluso –y tanto más– si Clementis le importaba un pepino: “ese espacio vacío en la foto es una impostura; él estuvo ahí, yo-lo-vi, todos lo vimos”.
En estos escenarios complejos, la memoria sigue siendo –además de un tema de reflexión– un delito para algunos, un arma para otros. En todo caso, algo con lo que se lucha y que se resiste al control. A cualquier control.