El otro día, un actor teatral italiano de larga trayectoria, aunque no demasiado conocido para el público general, tenía programada una actuación en un teatro de una localidad de Lombardía. El título de su obra era “Improvisaciones de un actor que lee”, que resultó tener algo de profético. Mientras acababa de arreglarse en su camerino para subir al escenario el personal técnico no sabía muy bien cómo comunicarle una noticia nefasta: no había público. Puedo imaginarme la escena: primero dolor…y luego seguir retocándose ante el espejo, como si nada, y una lágrima que amaga con dar al traste el esmerado maquillaje. Como quiera que sea, esa indiferencia del público que invisibiliza a quien se deja la piel en las tablas… debe doler.
Pero Mongiano no se dejó amilanar. Terminó de prepararse, salió al escenario…y actuó con los asientos vacíos, ante la perplejidad sin límites de una taquillera consternada y un técnico huérfano de retos.
Nadie fue a verlo. Pero se convirtió en noticia lo que, en tiempos líquidos, quizá sea, sino una manera de afianzar aquello en lo que uno cree, sí al menos una tarjeta de presentación digna. Ese gesto onanista del actor convencido de que está ahí para actuar me ha conmovido. Sobre todo si pensamos en tantos personajes anodinos que atraen a miles de personas a aforos donde derrochan un ego infinitamente superior a su talento.
No sé si la noticia es inventada. O una campaña de márketing; en el reino de la posverdad hay que ponerlo todo en tela de juicio y es una lástima, porque me gustaría que la historia fuera verdadera en su trasfondo: un actor fingiendo que es actor para sí mismo. Contándose su relato de ficción. Emocionándose tan solo para él…
La otra historia llega de China. Una señora que barre las calles de Beijing decidió contar en un blog literario, en un relato que no llega a novela, su propia biografía de chica de provincias, de un grado de pobreza que cuesta imaginar…su divorcio… su enfrentamiento al sistema… su regreso a la casa paterna con dos niñas…y la forma en que fue expulsada porque, en China, una mujer pertenece a la familia del marido en el momento en que se casa y ya no tiene hueco entre aquellos que comparten su propia sangre. Y lo más prodigioso: desde su puesto de barrendera empieza a abrazar a la gente que ella cree que necesita algo de calor humano, un poco de cercanía: dementes, olvidados, ancianos…Su relato fue tan exitoso que los periodistas empezaron a agolparse a las puertas de su casa. Pero a Fan Yusun le abruma ese protagonismo sobrevenido y decidió huir a las montañas. No quiere ser una autora de éxito. Solo ha querido que la escritura la salvara, como ella ha salvado a otros con sus abrazos balsámicos…
También me gustaría que esa historia fuera cierta.
Porque así podría, por fin, hacer que no me lacerara el recuerdo de que a Nabila, de Coyhaique, su pareja le sacó los ojos en un ataque de celos, o de lo que sea, porque la maldad no está conceptualizada como patología. Ni recordaría que un juez de Cantabria, norte de España, ha decretado que una niña de cinco años se ha dejado abusar y violar de manera voluntaria, porque podía haberse negado a someterse a la ignominia. O que en una favela de Río de Janeiro una niña de 12 años acaba de ser violada masivamente y sus agresores, además, difundieron las imágenes a sus contactos de whatsapp. O que una monja “piadosa” de Mendoza facilitaba niños vulnerables, aquejados de sordera, a sacerdotes para que pudieran violarlos a la carta.
Necesitamos un actor que ame su labor y nos haga un homenaje donde todo son ausencias. Necesitamos los abrazos de Fan Yusun. Son urgentes esos gestos que nos devuelvan la esperanza, que nos hagan creer que lo humano en nosotros no se ha volatilizado para siempre.