No tenemos que seguir tolerando por más tiempo los descarados abusos que fueron instalándose, al amparo de la dictadura primero y luego, de una transición pactada que está llegado a su fin. La sociedad chilena parece entrar por fin en “tolerancia cero” con los abusos.
Son abundantes y elocuentes las señales del signo de este momento: la muy analizada crisis política y de credibilidad, la investigación de casos de corrupción y conflictos de interés, las manifestaciones sociales de diversa magnitud, el rechazo a liderazgos deslegitimados. Aún así, hay quienes se siguen aferrando a prácticas que no contribuyen a mejorar nuestra democracia ni a avanzar en una sociedad más justa, tal vez movidos por las prerrogativas y privilegios que han conseguido, pero que no son legítimos.
¿Porqué en el 2017 aún no podemos elegir intendentes, o tener voz más informada en las decisiones que afectan el desarrollo regional y su medioambiente? ¿Porqué aún no tenemos gratuidad en educación superior y tantos jóvenes siguen endeudándose? ¿Porqué se pretende intervenir a las universidades estatales, el lugar de la crítica, desde el gobierno de turno? Parece haber un temor a la participación más plena, una suerte de desconfianza a la ciudadanía que se agudiza cuando se trata de la ciudadanía regional.
Se discuten ahora en el parlamento dos leyes para reformar la educación superior. Esta reforma debe resolver el financiamiento de las instituciones y estudiantes, poniendo fin al endeudamiento, al CAE y al lucro, debe dejar claro el camino a la gratuidad, debe fomentar el aumento de la calidad, debe fortalecer la educación pública y la regulación de la educación superior como un sistema único e integrado.
A pesar de la claridad de lo que el país necesita de su educación superior, hay elementos que preocupan en estas leyes en discusión.
En primer lugar, de no eliminarse el artículo transitorio 48o, la gratuidad universal queda prohibida en esta ley, pues la “permite” cuando el fisco recaude 29% del PIB, lo que se estima que ocurrirá por el año 2070 y esto equivale a mantener el CAE o algún instrumento equivalente. En los hechos, mantener este artículo equivale a renunciar a la gratuidad universal y continuar con la inmoralidad de cargar el costo de la educación a los salarios de los trabajadores. Hay que decirlo con claridad: si se traspasan los recursos fiscales destinados hoy a créditos y becas hacia gratuidad, ésta alcanzaría de inmediato una cobertura del 70% de la población estudiantil actual, y si esa gratuidad se ejerce como financiamiento a las instituciones, dotando al sistema de regulación seria y favoreciendo el aumento de matrícula en las instituciones públicas, se terminaría con la crisis generada por el mercado. La plata está, entonces, ¿porqué no se hace? volvemos a preguntarnos si nos seguirán mandando al CAE o lograremos la tan anhelada y posible gratuidad para nuestros jóvenes.
En segundo lugar, es muy sorprendente que se intente intervenir a las universidades estatales proponiendo en la ley una forma de gobierno que ni la dictadura aventuró: un consejo directivo por sobre toda otra estructura y con una composición de sus integrantes que otorga el control al gobierno de turno del país. Es un nuevo intento por transformar la universidad en empresa, igualando a su órgano directivo superior con una suerte de “board”. Los peligros de este embate son evidentes, pues abre la puerta para una ingerencia directa de la política contingente en las instituciones de mayor trascendencia para el desarrollo del país. Ninguna universidad estatal, menos aún la Universidad de Chile, ni la Universidad de Aysén, puede permitir que se la trate como una repartición pública más, pues perdería su autonomía y su potencia para conducirse en su tarea principal. El conocimiento o el estudio —su generación, conservación y transmisión—, es la materia a que la universidad debe abocarse y para hacerlo requiere autonomía, un asunto que no es meramente retórico sino vital. La cúlmine se encuentra en las universidades estatales, que no toleran injerencias de dueños ni credos y deben tener autonomía incluso frente al propio Estado.
Una universidad que no es autónoma es impotente, un fraude social que no servirá al desarrollo de los habitantes del territorio que la acoge, un triste espejismo de lo que debiera ser. Tal como la mera apariencia de participación no basta para conformar una sociedad que se pretende democrática. Si la democracia precisa su permanente profundización y requiere ciudadanos cada vez más libres, informados y educados, entonces, el corazón de la democracia es la universidad, pública y con autonomía.
Nación, ciudadanía, territorio, democracia y universidad, son inseparables.
Desde la Comunidad que somos advertimos, la universidad estatal, su autonomía, ¡no se toca!