En realidad resulta saludable que lleguemos a una elección presidencial con un buen número de candidatos. Es evidente que la gran dispersión de partidos, pactos y movimientos se demuestra también ideológica al momento que observamos las primeras propuestas de los presidenciables. Quizás lo único que tengan todos ellos es común es su voluntad de competir bajo la vigencia de la Constitución de 1980 (heredada por Pinochet) y las normas del Servicio Electoral.
Imaginamos que en todo el espectro político electoral de los que llegarán finalmente a la papeleta existe confianza de poder ganar, imponerse a los candidatos que asoman en las encuestas como los favoritos, así como alcanzar en el Congreso Nacional una representación que les sirva para influir en nuestro futuro. En este sentido, las primarias son una excelente muestra de ingenuidad de quienes, de verdad, no tienen cómo imponerse frente a los que los aventajan tan ampliamente, salvo que desde otros sectores de la política se les echara una mano para bloquear el triunfo de tal o cual candidato. Como constan algunas manifestaciones de apoyo a Manuel José Ossandón nada más que para afectar las pretensiones de Sebastián Piñera. O el de algunos izquierdistas más radicales que se proponen respaldar a Alberto Mayol en las primarias a objeto de bloquear la posibilidad de una Beatriz Sánchez cuando, en realidad, luego van a apoyar a otros candidatos u optar por la abstención.
Ya vamos a ver después de estos aprontes primarios cómo van a lamentarse los derrotados, además de arrepentirse por no haberse postulados sin someterse previamente a esta cortapisa electoral. Tal como le ocurriera hace cuatro años al ex ministro de Hacienda Andrés Velasco que, hasta hoy, no recupera espacio en la política después de haber sido derrotado en primarias por Michelle Bachelet. Caso parecido al del demócrata cristiano Claudio Orrego, quien al menos pudo consolarse con la Intendencia de Santiago, pero sin que nadie en su partido le propusiera insistir, después, en una candidatura presidencial.
En cierto sentido, Carolina Goic y varios otros habrían acertado al sustraerse de las dos elecciones primarias próximas, porque al menos van a poder inscribir su nombre en la historia de estos comicios presidenciales. Sin perjuicio de que, de llegar a una segunda vuelta electoral, su suerte pudiera cambiar sustantivamente.
Lo extraño en todo esto es cómo se evidencian las enormes contradicciones entre los candidatos de un mismo pacto. En la propia derecha, aunque por fuera de Chile Vamos, tenemos a un candidato que postula invadir militarmente la Araucanía, como pegarle un portazo definitivo a cualquier reforma a la Carta Fundamental, como al régimen económico y social que nos rige. Sobrecoge, en este sentido, escuchar las propuestas de José Antonio Kast que se deslindan de las de los tres contendientes del Chile Vamos, entre ellos al de su pariente del mismo apellido. Tal como ha ocurrido en estos días con las diferentes posturas del Alcalde de Santiago Alessandri y la alcaldesa de Providencia Evelyn Matthei, partidario uno de desalojar los establecimientos educacionales tomados por los estudiantes, mientras su colega opta por el camino del diálogo con los jóvenes rebeldes. Ediles ambos de derecha, como se sabe.
Asimismo, este último fin de semana, hemos podido comprobar cómo los dos únicos candidatos del Frente Amplio mantienen posturas opuestas, también, en algunos relevantes temas. Tanto que un Alberto Mayol se ha mostrado partidario de una solución con Bolivia respecto de su demanda marítima, mientras Beatriz Sánchez (en El Mercurio) se muestra partidaria de que se respeten los tratados vigentes. Esto es, en la práctica, despreciar cualquier solución en cuanto a la demanda de Evo Morales.
De la misma forma, sabemos las gruesas diferencias ideológicas y programáticas de toda esa cantidad de candidatos que no sabemos, todavía, si llegarán o no a inscribir su nombre en la papeleta electoral, salvo el caso de Marco Enríquez Ominami y de algún otro que se nos olvide en este momento. Postulantes que siempre confían dar un batatazo electoral, cosa muy poco probable en Chile cuando la “opinión pública” suele estar tan influida por la millonaria propaganda electoral y la acción de los poderosos y uniformados medios informativos.
Quizás si lo más probable es que solo en la nueva conformación del Congreso Nacional puedan haber algunas sorpresas, pero que en ningún caso cambien tanto las actuales correlaciones de fuerza, si confiamos en las mismas críticas que se le hicieron a la última reforma al sistema electoral, cuando se las tildó de “cosméticas” y nos aseguraban que de toldas maneras mantendrían el binominalismo. Críticas que, sin duda, han olvidado no pocos de los que ya están en campaña por obtener cupos parlamentarios en los numerosos distritos y circunscripciones del país. Cuando la experiencia nos dice que todo ese enorme esfuerzo por darle “un Parlamento a Bachelet” resultó en que desde el propio oficialismo se abortaron, después, reformas fundamentales.
Lo que más nos llama la atención en todo esto es la “prueba de la blancura” que buscan rendir varios candidatos vanguardistas, en cuanto a que todos los cambios que emprendan sus supuestos gobiernos serán respetuosos de las normas vigentes y de los recursos con que cuente nuestra economía… Es decir, asumiendo la misma y manida postura de la antigua Concertación devenida en la llamada Nueva Mayoría. Actitud expresada durante toda la posdictadura, con los juramentos de fidelidad a la Constitución que hacían al asumir sus cargos, como por la condescendencia mantenida por todos sus gobiernos con la derecha. Gracias a lo cual todo el modelo institucional y económico social se ha mantenido prácticamente incólume y ha desafiado sus mismas promesas electorales.
Incluso respecto de las más graves demandas, como las del sistema previsional y de las isapres, se ha escuchado a candidatos de “izquierda” que todo lo harán de la misma forma en que Patricio Aylwin se propuso, por ejemplo, enfrentar el esclarecimiento y la justicia respecto de los crímenes de la Dictadura. Esto es, “solo en la medida de lo posible”.
No hay hasta aquí candidatos que estén convocando al pueblo a defender e imponer sus ideas, como en el pasado lo hicieran el mismo Allende, Frei Montalva y otros destacados líderes de nuestra historia política. Alguien que nos convoque, por ejemplo, a presionar con nuestra activa movilización al Parlamento si éste se opone a una reforma constitucional, o para exigir la renacionalización de nuestro cobre y servicios fundamentales.
“Hay que fortalecer al Estado” se nos dice majaderamente, pero no se nos advierte que esto debe lograrse dentro de la propia institucionalidad que lo mantiene jibarizado y la que establece, entre otros dislates autoritarios, al Tribunal Constitucional como organismo rector del país. Toda una ingenuidad que, en algunos casos, más parece complicidad con el orden actual y los graves despropósitos de nuestra supuesta democracia.
Por lo mismo que muchas ideas son inconsistentes, demasiado moderadas, sin atisbo de proponerse un cambio fundamental en el país, es que la derecha puede estar muy tranquila, destacar a varios candidatos presidenciales y darse el lujo de marcar sus superficiales diferencias. Ello se explica en que la democracia para la derecha no es un objetivo o un fin, sino nada más que un medio para imponer a la sociedad sus convicciones autoritarias, su desprecio por la igualdad social, como por los derechos humanos. Además de su servil y antipatriótica colusión con los grandes empresarios inversionistas foráneos.
Porque saben que si las elecciones les resultaran francamente adversas y amenazantes, como siempre ha sucedido en nuestra historia, ellos volverían a golpear las puertas de los cuarteles. Alentando, incluso, el propio genocidio para “poner orden” y conjurar la justicia social.