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“El hombre perfecto”, ebrio de voluptuosidad

La obra fílmica del creador francés Yann Gozlan es un thriller intenso y apasionante, que permanece en los sentidos y en el pensamiento, operando y maquinando durante un buen tiempo, al interior de la materia gris. El actor Pierre Niney -conocido entre nosotros por su reciente aparición en “Frantz”, de François Ozon-, y su colega, Ana Girardot, conforman una pareja dramática de cuidado, y el guión y la música incidental, además de una cámara diversa en sus métodos y caminos narrativos, terminan por delinear la obtención de un crédito de suspenso pulcro y casi perfecto.

Enrique Morales Lastra

  Jueves 20 de julio 2017 8:37 hrs. 
El hombre perfecto 1

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“Dile que te amo; pero no, no pronuncies semejante blasfemia, dile que te adoro, que la vida sólo empezó para mí en el momento en que te conocí. Dile que en los ratos más locos de mi juventud, nunca soñé tan siquiera con la dicha que te debo. Por ti he sacrificado mi vida, por ti sacrifico mi alma. Tú sabes que también sacrifico mucho más”.

Stendhal, en Rojo y negro.

El joven escritor Mathieu Vasseur (interpretado por un expresivo y carismático Pierre Niney), siempre aparece en escena particularmente solo, como un individuo en la espera de un futuro incomprensible: cuando redacta concentrado sobre el teclado de su computadora -en un pequeño y moderno departamento parisino-, y también en el instante, en el momento de conseguir una fama que aunque espuria, le granjea la gloria, la plenitud, la satisfacción económica, el amor, el cariño, y la admiración, de la bella Alice Fursac (encarnada, a su vez, por una perenne Ana Girardot).

La cámara de Yann Gozlan (1977), en cambio, no elude ángulos ni combinaciones de perspectivas, con el fin de rodear la humanidad de ese narrador desconocido y anónimo, que trabaja en labores manuales y ocasionales (de carga y de mudanza, como “fletero”), con el único propósito de poder dedicar así, el resto de sus energías intelectuales y de sus horas, al afán de crear otras realidades, de concebir un centenar de mundos imaginarios, encima de una página virgen y en blanco. La carestía de talento, sin embargo, lo suple la suerte, el azar, y una sorpresa inaudita, el hallazgo de un tesoro oculto, mientras efectúa las labores de limpieza propias de su oficio, y al recoger los diarios antiguos, añosos, los papeles de un muerto, luego de botarlos al tarro de la basura, y de lanzarlos a su viaje por los deshechos sacros y urbanos, sucede el rescate de un manuscrito inédito e impactante.

 

El pelo castaño, suelto, al viento, al sol, de Ana Girardot, aplaca los temores y las angustias. Después de vivir tanto tiempo en soledad, el afecto de una mujer de ese calibre, transforman al tímido y sensible escritor, en un héroe capaz de cualquier maniobra: una situación idéntica le aconteció, por ejemplo, al provinciano Julián Sorel, en el “Rojo y negro” (1830), de Stendhal. La promesa incierta del éxito, del dinero y del amor esquivo, conjugan un polvorín explosivo, de desconocidas consecuencias. Pero Mathieu no desea perder a Alice por ningún motivo: ¿Podría soportar volver a ese desamparo y a esa pobreza sentimental, y saber que la vida de ella, prosigue como si nada sin él, sin sus abrazos, sin sus besos, prescindiendo de sus sedientas y sinceras atenciones?

Al lado del mar, en la cita y apelación a innumerables largometrajes de suspenso, bastantes de origen galo (un tópico del cine de esas latitudes, transcribamos el nombre de Claude Chabrol, y del universal Alfred Hitchcock), ese individuo que no ha confesado jamás a nadie su intimidad, reiteramos, que no ha revelado a ningún otro ser mortal su pasado, admira con dolor la belleza de su novia (y la riqueza de la familia de ésta, desde luego), en un guión confeccionado con sumo esmero, y que soporta la comparación, sin ir más lejos, con las tramas inmortales que vislumbró ese genio decimonónico, nacido en la pequeña ciudad de Grenoble, ubicada en el sureste de Francia (me refiero a Marie-Henri Beyle, el verdadero nombre de Stendhal).

El montaje (que ofrece técnicas televisivas para aumentar su rapidez y coherencia narrativa), se combina con la emoción, y dádivas, regaladas por la música incidental, a cargo de Cyrille Aufort. Porque Mathieu es un melómano, un hombre de 26 años, que mientras concibe en su mente las tramas de esas novelas difíciles de cuajar, escucha los sonidos clásicos exhalados por su equipo radial, en la soledad de ese departamento que es también un refugio y una guarida, un vientre materno. Lo inconsolable ocupa un lugar central en la vida del escribiente. Abandonó una existencia de ermitaño (llenada por su pasión literaria, sin embargo), para poseer gracias a un hecho inusitado, más bien a causa de un engaño, la posición y el horizonte quieto de la estabilidad afectiva, social y financiera.

Un balneario en la Provenza (era que no), y ahí se encuentra y luce Alice: fina, elegante, esbelta, atractiva, inteligente, apasionada lectora, síntesis de sueños y de anhelos celestes, pensados en el desamparo, en la otredad huérfana, ya abandonada. Y al frente se halla Mathieu: un buen mozo atormentado por sus secretos, desconfianzas, nos imaginamos que también por las ausencias de todo tipo (insistimos en que durante la acción, el novelista se observa, si no fuera por esa novia caída del cielo, absoluta y unívocamente solo). El lente rastrea las dudas y los conflictos internos de ese embaucador, somatizados de una manera excepcional por la postura y la intuición dramática del actor Pierre Niney (1989), en un agradable descubrimiento personal y crítico, acerca de los nuevos intérpretes que nacen en el cine europeo de estos días.

El ingenioso trepador (igualmente dotado de educación y de prestancia), sufre por el temor de llegar a perder ese regalo que le entregaron en bandeja sus mentiras: el amor esmerado de Alice. Y en el desarrollo de ese tópico (propio de un thriller), el director explaya su visión acerca de nudos tan estimulantes y persistentes, como la salida regenerativa que ofrece la escritura, y la labor creativa, artística, en sus diferentes revelaciones. La producción de un nuevo texto, propio, auténtico, quizás borre eternamente la falsía del engaño y de la trampa. Y la ironía se expresa en la necesidad de tener que vivenciar un cambio, un vuelco radical, con el objetivo de que las circunstancias brinden la liberación anímica y existencial, propias de un delirio caprichoso, surrealista.

La presencia de la farsa y del engaño, no obstan, para que en la luz cálida, acogedora y transparente de la Provenza, prevalezcan la pasión honesta de Mathieu por Alice, y ese miedo terrible a dilapidarla. ¿Cómo comenzar de nuevo, lejos de ese símbolo e imaginario de la felicidad terrena y divina, leal sol femenino? El diseño de arte, y la dirección de cámara (fotografía), abundan en conceder ciertas precisiones: una mansión campestre, clásica, señorial, europea, el pelo de la protagonista (una obsesión del foco), donde la turbiedad del exitoso literato, vedan cualquier posibilidad de redención, cuando no sea en el terreno de la sorpresa lunática y desesperada de pretender fingir (y de realizar) lo rocambolesco e inimaginable. La velocidad de un bólido, de un BMW, fotogramas de la abundancia.

Traicionarse a sí mismo. La calidad sonora y refrescante de ese soundtrack, la referencia a la Guerra de Independencia de Argelia, el aislamiento, la fuerza, capaz de hacer frente al pasado, y las dudas psíquicas que posee ese rol (Pierre Niney), en una figura que se levantan en la literatura, en el séptimo arte francés, desde, por lo menos, la Ilustración (en el primero de los casos): el antihéroe inverosímil, romántico en cierto sentido, dueño de una voluntad de poderío sin contrapeso, que apuesta al triunfo de los caballos desbocados. Un Napoleón cualquiera.

Chantajes, salidas creíbles sólo para un genio o bien para un loco. La mención al melancólico Romain Gary (de manera audiovisual y en los diálogos del libreto), al enfant terrible de Michel Houellebecq, la deliberación alrededor de la desesperación, de la respuesta sorpresiva y adecuada ante la adversidad, que pueden concebir los hombres frente a la presión mortal y extorsionadora de un rufián.

El agua, el reino de la fantasía, el gesto de rebelión que representa enhebrar, hilar palabras, encontrar el atajo a un mundo paralelo, en el cual negociamos las tristezas y las heridas, que padecemos. “Escribí: fui la víctima / de la mendicidad y el orgullo mezclados / y ajusticié también a unos pocos lectores; / tendí la mano en puertas que nunca, nunca he visto; / una muchacha cayó, en otro mundo, a mis pies”, anotó ese piedra angular (para nosotros), que es Enrique Lihn. La sobrevivencia gracias a la literatura, el respirar debido a la ilusión de llenar una pantalla portátil, y despojarse de eso, sería la peor derrota, la más grave para Mathieu. Y quizás, por qué no, se pueda reconquistar en un futuro, el encanto de la fiel Alice. “Si silencio es tentación y promesa”, redactó con alegría otra “santa”: la poeta Alejandra Pizarnik.

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