Señor Director:
En nuestra noche común del sábado al domingo último, recibí una llamada telefónica desde la Ciudad de México. Era mi querido amigo y hermano Raúl Moreno Wonchee, quien me comunicó el fallecimiento de Marcelino Perelló en la madrugada del sábado, en su Ciudad de México. El acontecimiento me conmovió y conmueve profundamente. Porque se trata de esas personas indispensables, en un recodo de la historia de las luchas de nuestros pueblos latinoamericanos. De un indispensable. De aquellos que luchan toda su vida por aquello en lo que creen; que no claudican por lo que se alzan como hijos naturales de su consecuencia por humanizar la vida colectiva de los grupos humanos.
Porque yo supe y conocí de su aura de líder natural del Consejo Nacional de Huelga del movimiento social mexicano de 1968, mucho antes de conocerlo personalmente y mi primera imagen, correspondió a la de un mexicano, de uno de los nuestros, que estuvo a la altura de los grandes personajes que encabezaron y condujeron las grandes convulsiones de los años sesenta en todo el mundo.
Desde esos albores, siempre albergué la esperanza de conocerlo, de conversar con él, de preguntarle y averiguar directamente cuáles eran las cosas que nos unían. Esa expectativa imaginada, me abrió la esperanza de conocerlo algún día.
Poco después de los sucesos del 68 mexicano, debió abandonar su patria a un prolongado exilio.
Yo, como producto del golpe cívico-militar de 1973 que produjo la herida más grande de nuestra historia y que aún falta mucho para que cierre, llegué a la Ciudad de México cobijado por la solidaridad interminable del pueblo de México.
Muchos años después, con ocasión de haberme ganado la Cátedra Latinoamericana de Medicina Social Doctor Salvador Allende Gossens en 2007, fui invitado a la Radio de la Universidad Nacional Autónoma de México a ese singular e impensable programa en otra universidad latinoamericana que no fuera la UNAM de aquella época. Se llamaba “En sentido contrario”. Era producido, dirigido y animado por Marcelino Perelló sí, el mismísimo líder del sesenta y ocho mexicano. Se difundía desde las cero horas y durante cerca de dos horas. Marcelino, instalado en ese sitial privilegiado de la UNAM tenía una audiencia activa y participativa entre las cero horas y las dos de la madrugada, que se la quisiesen aquellas emisiones neoliberales que viven artificialmente del raiting. Su composición era enteramente popular, integrada por los excluidos sociales, los no invitados a las comodidades de la vida burguesa, particularmente, los presos de las distintas cárceles y penales del país y se conversaba de política, de música, de literatura y poesía.
Esa presencia mía en el programa de Marcelino se repitió algunos años después en otro viaje mío al Valle de Anáhuac y ciertamente trabamos una auténtica amistad, que perdurará siempre.
Y esas primeras imágenes mías de este personaje de nuestra historia latinoamericana, que concebí sólo por el aura de su prestigio moral y sin haberlo conocido, se cumplieron a cabalidad.
Era un gran admirador de las luchas sociales y políticas del pueblo de Chile. Un gran conocedor de ellas y un respetuoso del gran proceso chileno de creación del principal instrumento político de la emancipación chilena, la unidad del pueblo; la “Unidad Popular” y de su conductor y emblema continental de todos nosotros, el Presidente Salvador Allende. Marcelino era un rebelde del pensamiento y la conducta, un republicano, antimonárquico y antioligárquico por definición, un revolucionario.
Habían pasado muchos años de sus primeras luchas, muchas de ellas castigadas por las huellas de la derrota, pero conocí personalmente a Marcelino, firme e inclaudicable en sus convicciones, en su lenguaje incisivo, en su audacia política, su desprendimiento de todo lo personal, de su imaginación, de su valentía, seguramente edificadas en su conciencia, producto de la transformación del espíritu de estos hombres nuestros por acción de su afinidad, desde siempre por las Matemáticas y la Filosofía en el Alma Mater de su Universidad, es decir del pensamiento científico y riguroso y de la utopía humana, que lo constituyeron como un talento político indispensable, en todo momento y por cierto, incorruptible.
De pie y frente a su memoria, junto a mis compañeros, amigos y hermanos mexicanos, quiero rendir mi más solemne homenaje a nuestro Marcelino Perelló, en momentos en que su presencia y la de sus pares es tan indispensable en los graves momentos de crisis estructural y moral, que amenazan el destino de nuestros pueblos. Nos hará falta.
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