Algunos podrían creer que es un atributo de nuestro sistema político que los gobiernos se sometan a las ideas de la oposición, y los jefes de estado no cumplan con lo prometido al país y a sus electores, sino se sometan a las exigencias de sus adversarios. Es conocido el hecho de que muchos de los más poderosos empresarios lamentaron, en su época, el triunfo se Sebastián Piñera, cuando llegaron a decir que les había ido mucho mejor con los gobiernos de Aylwin, Frei, Lagos y con el propio primer período de Michelle Bachetet. Ello explica los esfuerzos que hicieron los mismos gremios empresariales y algunos medios de comunicación para que el oficialismo buscara reelegir a Lagos, lo que ciertamente no sucedió y hoy solo les queda esperar que en un segundo gobierno de Piñera éste decida darle una orientación más derechista a su eventual administración.
Si se juzga por sus resultados, es indiscutible que el pinochetismo y las fuerzas que representan a nuestra oligarquía están más que agradecidos que, después de la Dictadura, los gobiernos de la Concertación no los hayan llevado a la justicia al menos como encubridores o “cómplices pasivos” (como los llamara el propio Piñera) de los crímenes cometidos. Verdaderamente complacidos, asimismo, de mantener la propiedad sobre los bienes del Estado que terminaron en sus manos y que los sucesivos gobiernos, además, le hayan abierto las puertas del mercado internacional.
Pensamos, también, que jamás la derecha creyó posible que hasta hoy nos rija la Constitución de 1980, aunque sea con los retoques que le hizo el presidente Lagos para hacerla pasar justamente como una carta magna legítima y perdurable. Así como la economía, además, haya seguido casi sin variaciones el modelo neoliberal, salvo con algunas reformas consentidas por los propios opositores del Congreso Nacional.
De esta manera es que el temor de algunas empresas extranjeras (que hasta adquirieron medios de comunicación para defenderse de la posibilidad de ser expropiados) poco a poco fue cediendo a la convicción de que los ex partidarios de Allende, los demócrata cristianos y los llamados socialdemócratas fueron realmente encantados durante su respectivos exilios por el capitalismo que tanto fustigaron. Y que, enseguida, asumieran como política de estado la promoción de inversiones extranjeras en un país tan cargado de materias primas. Recibiendo, además de nuestros yacimientos, la posibilidad de administrar los recursos previsionales de nuestros millones de trabajadores; junto con lucrar de la salud, del crédito bancario, la educación y las concesiones de obras públicas.
Tampoco confiaban las empresas más pudientes que se les haría tan fácil sobornar a las autoridades y a sus partidos políticos, acostumbrados como siempre a solventar solo a los candidatos de la derecha. Propósito que le resultaba, incluso, más oneroso que pasarle algunos pesos a los operadores políticos de la Concertación o Nueva Mayoría, acostumbrados ahora a vivir de estas asignaciones o de aquellos “pitutos” que en materia de cargos les otorgan los moradores de La Moneda y los ministerios.
Hasta en materia de Derechos Humanos nos da la impresión (aunque se asegure lo contrario) que muchos están complacidos de haber salvado del cadalso, donde suelen ser conducidos los criminales de las dictaduras. Pero lo que ni en sueños concibieron era que fueran los gobiernos de la Concertación los que salvaran a Pinochet de una ejemplar condena internacional, mientras que a sus secuaces de los recluía en cárceles de lujo y a tantos combatientes y héroes de la Resistencia hasta ahora se los haya condenado a vivir fuera de Chile y se los persiga por sus acciones y ajusticiamientos.
El balance que podríamos hacer es todavía muy largo, cuando en materia de inequidad social ha crecido la brecha en estos años entre los ricos y pobres, al tiempo que las Fuerzas Armadas han aumentado sus privilegios, entre los que destaca ese bochornoso diez por ciento que se les direcciona de todas las ventas de Codelco, nuestra minera estatal. Además de contar con jubilaciones de lujo y administrar los más millonarios presupuestos de nuestra historia para adquirir armas de destrucción fratricida. Para “llevárselas desfilando” y haciendo todo tipo de piruetas aéreas y navales como acertadamente lo ha destacado el abogado Roberto Garretón, quien recién nos propusiera la necesidad de eliminar las fuerzas castrenses. Como garantía, por supuesto, de la paz interna y buenas relaciones con nuestros vecinos. Apelando a un ejemplo de lo sucedido en Costa Rica desde que asumiera esta decisión y por la cual se han conjurado allí los golpes de estado.
A pesar de que el gobierno de Michelle Bachelet prometió renunciar a la Ley Antiterrorista para cazar y encarcelar a los mapuches que luchan por sus derechos, La Moneda siguió los pasos de esta legislación para imponer el orden en la Araucanía, desde luego la que sufre mayor convulsión ahora desde que se pobló de policías y espías la zona. Aunque ahora por el tesón de nuestra nación indómita, como por la prolongada y resuelta huelga de hambre de sus presos políticos, la Presidenta y su ministro del Interior hayan puesto marcha atrás y solicitado la suspensión de las medidas cautelares impuestas por los fiscales y jueces partidarios de una legislación repudiada en el mundo entero.
El Ejecutivo había procedido en relación a los sucesos de la Araucanía de acuerdo a lo exigido por los empresarios que han ido a usurpar también la propiedad y los derechos de los mapuches, así como por los políticos de la derecha y, ahora con los de la reaparecida ultraderecha. Sin embargo, ante el riesgo de que alguno de los huelguistas perdiera la vida y el Gobierno sumara descrédito no solo en Chile, sino en el mundo, la propia Jefa de Estado ha salido a contradecir a su Subsecretario del Interior y otros de los ejecutores de la política represiva que ha caracterizado históricamente la relación con nuestros pueblos aborígenes. Algunas etnias ya extinguidas por el terrorismo de estado y otras, como la Rapanui, que despierta otra vez a una justa demanda por autonomía o , incluso, independencia.
Pero no nos equivoquemos. No se trata de que se haya roto el duopolio político que nos ha gobernado durante la larga posdictadura, quienquiera haya sido el titular en La Moneda. Que se haya quebrado ese acuerdo de toda una clase política que solo encuentra mínimas diferencias en los llamados temas valóricos, pero que en nada manifiesta disensos en las cuestiones profundas y realmente decisivas, como las reformas institucionales, las políticas redistributivas y los derechos políticos y sociales de la población. “Una golondrina no hace verano” y, por lo mismo es que las propuestas educacionales se mantienen en suspenso o en franco retroceso, como el país observa.
En el reciente Debate Presidencial solo dos de los ocho candidatos manifestaron puntos de vista realmente disonantes. Todos los demás, en realidad, de lo que más se preocuparon fue de aparecer dispuestos a emprender reformas graduales o a la posibilidad de consentir con otras que no pongan en riesgo nuestro pretendido “estado de derecho”. Mirándose asimismo como ungidos, más que abanderados de alguna de las múltiples causas que hoy enervan a la ciudadanía o la tienen completamente desencantada de la llamada democracia. Cuando ni siquiera los partidos en que militan fueron mencionados en sus exposiciones, salvo la referencia que hicieron los organizadores de una jornada verdaderamente gris, con muy pocos matices.
O por esos interrogadores más preocupados de arrancarles a los candidatos opiniones sobre Venezuela, Donald Trump o Corea del Norte más que de los temas políticos, socioeconómicos o culturales de nuestro país. A excepción de su consensuada disposición a motejar de terroristas a los líderes mapuches.
Quienes, agreguemos de paso, con la suspensión de su huelga de hambre, son, efectivamente, los que se han ganado una nueva batalla.