La Academia Chilena de la Lengua, lucida hermana, ya no más hija de la Real Española, celebra el modo en el que abrazamos nuestro idioma y decide premiar a un grupo de nosotros que trabajamos con la palabra como materia prima de nuestros haceres.
Esta lengua materna que mi propia madre me enseñara con amor y también firmeza, y que también sabe de apapachamientos, como dicen nuestros dolidos hermanos mexicanos, es la que me ha permitido asomarme al mundo. Un hilo de luz que me ha conducido a través de las sombras de lo no dicho, por las ciénagas de la confusión hasta la suave caricia del entendimiento.
Bendigo y agradezco a mi lengua, y lo digo en términos mistralianos, porque es ella forma y fondo con la que busco tocar a otros.
El oficio periodístico consiste en un ejercicio permanente de intentar entender al mundo para luego explicarlo. Es una tentativa permanente de reordenarlo.
Para cambiar al mundo nos valemos de la palabra.
Bendita mi lengua sea, cuando me ha permitido viajar por América y sentirme en casa siempre. Encuentros que me han permitido enriquecerla, adquiriendo giros, melodías y formas particulares de “lenguajear”, como diría Humberto Maturana. Con mi lengua vestida de fiesta latinoamericana he leído y conversado con escritores, poetas y narradores orales, pensadores y diversos cultores de la palabra. Y me he sentido tan feliz como habitante de esta gran república de la eñe.
Pero también mi lengua me ha acompañado en momentos difíciles. Hace unos meses, junto al director de la Biblioteca Nacional del Perú visité las bóvedas de esa institución. Alejandro Neyra me mostraba el lugar exacto donde se conservan los 3 mil 788 libros y documentos que les fueron restituidos por el Estado de Chile, y que corresponden a una parte mínima del saqueo consumado por las tropas chilenas en los tiempos de la ocupación de la capital limeña, luego de la Guerra del Pacífico. Porque la historia que nos contamos los chilenos evita mencionar que la soldadesca triunfadora hizo de la Biblioteca Nacional del Perú, lugar de campamento y rancho, y a los libros entos que contenía, una mercancía para ser vendida a precio vil y la mayor parte introducida en baúles que viajaron rumbo a Chile para no regresar.
A los peruanos les quitamos la palabra escrita. Los millares de libros que eran parte de su patrimonio.
Dicen que cuando hace solo 10 años se devolvieron esos 3 mil libros, todos los funcionarios de la Biblioteca Nacional del Perú lloraban.
El agravio infligido a nuestros hermanos peruanos se perpetúa en el silencio y la complicidad, y es tarea de todos no olvidar este hecho agraviante y trabajar por una justa reparación.
Y lo digo desde esta Academia, que bien ha entendido su vocación latinoamericana, liderando proyectos señeros, el Diccionario Panhispánico de dudas es una muestra de ello, y también acogiendo a representantes de nuestras lenguas originarias en su seno. Una academia que protectora de nuestra lengua, cuida y defiende la riqueza de la diversidad.
Ha sucedido que, a veces, el oficio que ejerzo ha vuelto a nuestra bella lengua en una construcción famélica y tosca, por ese mal que Guillermo Blanco denominó “periodistés”, y que consiste en torcerla y manosearla hasta convertirla en un amasijo de lugares comunes. No es necesario hacer aquí un recuento de las malas prácticas idiomáticas.
Vivimos tiempos difíciles y darle nombre a los acontecimientos implica hoy tomar una postura ética. Siempre lo ha sido, sin embargo, en tiempos de lenguajes globales la manipulación es universal.
Y los periodistas no siempre tenemos la libertad ni la claridad para percibir, lo que el escritor colombiano Pablo Montoya describe como una “baba repugnante”. Así denomina a la corrupción.
Esa infesta saliva que se desliza de manera invisible en tiempos líquidos. Para detectarla requiere de lucidez y valentía para denunciarla. Cientos de periodistas mueren cada año por un puñado de palabras. Un puñado de palabras que no fueron contaminadas por esa “baba repugnante”.
¿Cómo defendernos? De nuevo, cito a Pablo Montoya: “ante el mundo que, cotidianamente, es agraviado por las bestias del mal, protejamos y reparemos con el firme consuelo de la palabra”.
Agradezco a esta Academia y a sus miembros esta distinción que me ha permitido renovar mi compromiso con mi lengua.
Le agradezco también la oportunidad de recibir el cariño de tantos que me han saludado y me acompañan esta tarde en que la celebramos.
(*) Palabras de agradecimiento por la concesión del Premio Alejandro Silva de la Fuente