El arte no elude la historia social de su tiempo y sus memorias colectivas. Tampoco esquiva la realidad objetiva; mejor dicho, se sumerge en ella. En sus posibilidades, el arte alberga ese potencial de la imaginación, que genera una apertura hacia la búsqueda de “verdades menos rudimentarias”, como escribiría el argentino Juan José Saer en su texto El concepto de ficción. En este sentido, el arte pone en evidencia la complejidad de la vida misma.
En su proceso creativo, el artista se nutre del recuerdo, tanto personal como colectivo. Las expresiones artísticas, en sus distintos lenguajes, “se tornan documentos valiosísimos para reconstruir una memoria sobre la sensibilidad y sociabilidad del pasado” (María Teresa Rojas en Memoria para un nuevo siglo, LOM).
En el arte se manifiestan memorias sueltas y emblemáticas, ambos conceptos acuñados por el historiador Steve Stern. Las memorias sueltas refieren a esa multitud de experiencias personales que se cristalizan en el recuerdo como hechos significativos, esenciales en la formación de nuestra identidad. Las memorias emblemáticas son marcos que organizan un sentido mayor de los recuerdos, al mismo tiempo que van instalando modos de organizar el debate mismo en torno a la memoria. Dan sentidos interpretativos a las memorias personales, de manera heterogénea.
Ahora bien, la memoria suelta se podría articular, cito “a una mitología colectiva importante, dándole un sentido social que la vuelva más emblemática como recuerdo colectivo”. Es lo que plantea el historiador: la relación dinámica entre memorias sueltas y memorias emblemáticas es lo que va dando forma a las memorias colectivas. Dinámica, sin duda, en conflicto; que selecciona y omite y en la que median relaciones de poder (Stern, artículo De la memoria suelta a la memoria emblemática: Hacia el recordar y el olvidar como proceso histórico).
El lenguaje poético (poético en la medida que produce sentidos), materia del arte, es depositario de memorias. En su carácter social, dinámico, cambiante y a la vez convencional, el lenguaje alberga las memorias de sus culturas, de aquellos que usaron la lengua antes que nosotros. De algún modo, no hay discurso que no dialogue con otros anteriores o con aquellos por venir. Una experiencia acumulada en las palabras de cada idioma; experiencia, por cierto, cultural, histórica, colectiva y constitutiva de identidades.
Añade Enrique Lihn: “La materia de la memoria no es el pasado, sino nuestra versión actual de esa zona inaccesible del tiempo, una instalación poética hecha (…) de palabras. No menos que de ellas” (“Versiones de la memoria”, recuperado en la antología de textos críticos de Enrique Lihn, El circo en llamas, 1997).
Como narra la compañía de teatro Aracataca, que desde 2016 ha presentado la obra Mi abuelo Horacio en colegios y visitas guiadas en Villa Grimaldi y el Museo de la Memoria y los DDHH, “La Memoria Colectiva de un país es el ojo de agua donde podemos encontrarnos con nuestras luces y sombras, con nuestra nervadura, con nuestro esqueleto que afirma, con la belleza y el horror que nos constituye, con nuestros intentos, fallidos o no, por ser algo más que un territorio. Entrar en ese mundo nos permite transitar hacia un futuro luminoso, abrazando lo que somos, transformando, integrando y soñando desde el numen oloroso de nuestras raíces”.
Mi abuelo Horacio está basada en la vida de Horacio Cepeda, detenido por agentes del Estado chileno en diciembre de 1976 y que se encuentra, como muchos otros, desaparecido hasta el día de hoy. Fue constructor civil, militante del Partido Comunista, padre y abuelo. En el lazo familiar que liga la historia pasada con la historia presente se desenvuelve la obra, que narra la historia de Horacio a través del testimonio de su nieta. A su vez, nos remonta a una colorida época de esperanza y lucha, encarnada en el gobierno de la Unidad Popular.
El arte no olvida.
El arte nos permite interpretar, conocer, aprehender las historias personales y colectivas imbricadas, sobrepuestas unas a otras; más allá de los estrechos márgenes de la realidad, como forma que complejiza el intento meramente verídico y documental.
No deja, sin embargo, de ser el arte un ejercicio político de la memoria; de un patrimonio que se reconstruye en el plano de lo subjetivo y reivindicativo de identidades colectivas. Así lo develan nuestros grandes dramaturgos, como Juan Radrigán o Andrés Pérez, que en la Negra Ester, con la sustancia de las décimas de Roberto Parra, nos remonta a la identidad cultural de un Chile de amores y desamores, de pobreza e infortunios, de camaradería y franqueza. Y con la persistencia del recuerdo alojado en el corazón, con la memoria de estas décimas, despido esta introducción:
Ya con esta me despido/ no quiero mucho cansarlo/
costó mucho relatarlo/ me estoy quedando dormido/
no puedo echar al olvido/ la recuerdo noche y día/
le pido a la virgen mía/ que cuide a la negra Ester/
yo quiero volverla a ver/ al lado’lah tres Maríah