La visita del Papa Francisco nos evidenció la profunda división que existe dentro del Catolicismo, especialmente la distancia que media entre la jerarquía eclesiástica y los feligreses, pero también el divorcio entre los que, en nombre de la misma Fe y los mismos evangelios, están completamente confrontados en la política. Existe, en efecto, una iglesia de los pobres y otra de los ricos; de los cómplices y encubridores del modelo económico social desigual, y la de los que luchan por la redención de los oprimidos.
Dentro del mismo clero tenemos también grandes incordios, como que el propio Pontífice culminara su estadía en nuestro país tironeado por la casta de los obispos y arzobispos, que están muy en las antípodas de los pastores, clérigos y religiosas que trabajan junto a las comunidades cristianas de base y ejercen el bello apostolado en favor, por ejemplo, de los ancianos y los niños desvalidos. Una tajante paradoja marcada por los discursos progresistas de Francisco, pero contradichos por el autoritarismo que él mismo manifestara en su férrea defensa de un obispo imputado por su relación con Fernando Karadima.. Aunque ciertamente no existirían pruebas de que Barros tuviera conocimiento de los despropósitos de su párroco, a todas luces fue una provocación la presencia de este obispo en todos los actos públicos del Papa, si se considera la resistencia que su figura provoca en muchos chilenos, como en su propia grey.
Al respecto, pareciera que Francisco y el Episcopado, más que atender las acusaciones hechas a un alto dignatario de la Iglesia, vieron en esta situación la oportunidad de sentar la autoridad vaticana y la de los purpurados y “príncipes de la Iglesia” sobre los fieles. Sobre cualquier acto de rebeldía de los laicos y los clérigos del estado llano en una institución que devela todavía fuertes rasgos monárquicos y feudales.
Algo realmente doloroso para quienes comprobamos el innegable compromiso de la Iglesia con la justicia social, la defensa de los Derechos Humanos, la promoción de la igualdad y la preocupación por la salud de la Tierra y el medio ambiente. Y que tuvimos la oportunidad de admirar aquellas invocaciones papales que tanto deben haber incomodado a la catolicidad más rancia, como a los promotores del modelo económico vigente. Esto es, a los que tienen como paradigma “democrático” el definido por la Constitución de 1980. Partidarios de la pavorosa concentración de la riqueza, y los bochornosos salarios y pensiones de los trabajadores. Defensores del régimen político e institucional vigente regido por el Tribunal Constitucional, así como tutelado por las Fuerzas Armadas.
Tal como la clase política se defiende corporativamente y les procura la impunidad a los legisladores corruptos que venden sus decisiones a los grandes empresarios, la Conferencia Episcopal consolida la de los “hermanos en la Fe” pedófilos y abusadores sexuales. Unos y otros interesados en mantener el orden establecido, tanto en la administración del país, como en la de principal iglesia nacional. Pero, todos estos arreglos cupulares, sin embargo, no logran aplacar el descontento social, la decepción del pueblo o el sinnúmero de conflictos que se expresan hoy al interior de los partidos políticos y coaliciones. Como las del Ministerio Público y los fiscales; cuanto la de los rectores de las universidades públicas y privadas. Hasta, incluso, entre quienes se disputan el control de las organizaciones deportivas.
Aunque en el posmodernismo ya no se habla de “lucha de clases”, nunca se ha apreciado con tanta nitidez las contradicciones que existen entre los pueblos originarios e inmigrantes versus los que buscan acotar la chilenidad a los que tienen aspecto caucásico, a las familias tradicionales y a quienes han alcanzado un alto estatus económico. Si para los empresarios forestales de la Araucanía es un estorbo la realidad de las comunidades mapuches, el estado chileno (consecuentemente con los intereses que representa) emprende la más dura represión judicial y policial en contra de quienes reclaman aquella justa “deuda histórica”. Así sea que los que están en el gobierno antes hayan apoyado sus derechos y condenado verbalmente a los que por la fuerza fueron ocupando sus territorios ancestrales.
Todo un “estado de derecho”, como nos proclaman, regido por una Constitución ilegítima en su origen y contenido, como muchos expertos mundiales lo han acreditado. Regulado por leyes mineras que consagran la expoliación más inicua de nuestros recursos naturales; por una ley de pesca redactada en el ámbito de las siete familias empoderadas en esta actividad, así como un royalty minero auspiciado y sobornado por la empresa de Julio Ponce Lerou, el yerno del Dictador. Que ahora se favorece con un nuevo acuerdo con el Estado y recibe subsiguientes concesiones para la explotación del litio y el salitre.
Una tensión que se acrecienta también entre la Capital y las regiones del país que, de nuevo, posterga la elección popular de los intendentes, renovándole al nuevo Presidente de la República la facultad de nombrar a su arbitrio a las principales autoridades provinciales. Por el miedo de las autoridades a que el pueblo se dé sus propios representantes. Por el terror, también, que le provoca a muchos parlamentarios acrecentar su descrédito enfrente de autoridades elegidas democráticamente en aquellas circunscripciones y distritos que ostentan representar.
Portazos oficiales a la posibilidad de terminar o reformar en serio el sistema previsional y acabar con los abusos de las isapres. Una inmensa frustración que se acrecienta ahora con la decisión del Tribunal Constitucional de impedir que el Servicio Nacional del Consumidor gane atribuciones para castigar las colusiones de precios y todos los abusos que conocemos en desmedro de los consumidores. Y así hay quienes rasgan vestiduras por los atentados contra los bancos, las quemas de maquinarias forestales e, incluso, los reiterados incendios contra templos religiosos. En una escalada de violencia que todos los días nos ofrecen aquellas imágenes de la televisión con acciones (vandálicas las llaman) en contra de la propiedad privada, los transeúntes y los turistas.
Un país desgarrado, sin que se quiera asumir, por la falta mínima de consensos. En que algunos se ufanan por el triunfo en las urnas a pesar de ese 52 por ciento de abstención y que se esmeran por disimular las profundas tensiones que, antes de asumir el gobierno, ya irrumpen dentro de lo que será la coalición gobernante y su correspondiente repartija de cargos públicos. Mientras que, por otro lado, los derrotados se destripan por la prensa, afanados por asegurar el control de algunas comisiones o migajas legislativas y alistarse para la próxima contienda municipal.
Todo un quiebre en nuestra convivencia muy bien acicateada por la corrupción a todo nivel. Desde el entorno familiar de la Jefa de Estado, pasando por quienes tienen a cargo a los niños del Sename. Alcanzando, también, a los policías; es decir los que deben velar por el orden público, pero vienen por años asaltando los recursos fiscales asignados por el presupuesto nacional. Sin olvidar los enormes fraudes cometidos por la alta oficialidad militar. Delitos que también generan profundas diferencias entre los suboficiales, gendarmes o policías rasos” con los que portan charreteras y acceden a tantos privilegios indignantes para la civilidad.
Sería muy raro, entonces, que las malas prácticas no infectaran también a las organizaciones religiosas y espirituales. Incluso a los artistas cooptados por el estado empleador y financista de proyectos culturales. Sector donde también se expresan profundos resentimientos y conflictos, como los de toda la sociedad chilena ya partida en al menos en dos Chile: el de los explotadores y el de los explotados. Tal como en el siglo XlX y XX, cuando a los negros, a las mujeres, a los indígenas, a los inquilinos no se les reconocía dignidad humana, ni soberanía popular.
Se dice que la historia no retrocede; que nunca repite el pasado. Sin embargo, las similitudes con el país de entonces son muy coincidentes.