Carta abierta a un candidato a la rectoría de la U. de Chile sobre el valor de las humanidades

  • 24-03-2018

He leído con cuidado sus proposiciones para un nuevo gobierno universitario, las que me parecen informadas y certeras. Echo de menos sin embargo en su planteamiento una preocupación mayor por las humanidades. Es cierto que usted las nombra y valora en varios puntos de su propuesta, pero no encuentro a pesar de eso una reflexión que sea comparable en profundidad y rigor a la que les dedica a la ciencia y a la tecnología. El fondo del problema reside, me parece a mí, en la dificultad para reconocer la verdadera importancia de las humanidades, que según yo las entiendo son actividades que se ocupan del piso cultural de la comunidad, pero siempre que nosotros entendamos la cultura no como la quinta rueda del carro sino como la base simbólica desde la cual se accede a las demás construcciones del esfuerzo humano. Es, y esto usted lo sabe mejor que yo (aunque no lo sepan los burócratas del Consejo Nacional de Educación, los que dudan de su “pertinencia” en el curriculum de la escuela secundaria), algo parecido a lo que pasa con la ciencia básica. Si no hay ciencia básica, no hay construcción científica especializada. Si no hay humanidades, no hay una percepción de lo humano sobre la cual instalar todo los demás del edificio societario. El desarrollo de las ciencias y la tecnología, que se piensa a menudo motivado por las falencias materiales de las que el país padece, falencias que para Chile usted identifica y nombra con mucha claridad, abogando por su solución, necesita ir acompañado de una cierta idea acerca de la clase de individuo que estimamos deseable formar, con qué atributos y con qué capacidades. Y en la elaboración de esa idea consiste, precisamente, la función de las humanidades, y por eso estas no son las “ciencias del hombre”, como les gusta decir a los franceses, sino disciplinas (incluso la palabra “disciplina” me resulta a mí inadecuada) que se interrogan por las diferentes maneras en que la especie ha habitado y habita sobre la tierra.

Ahora bien, en nuestra Universidad de Chile (y, lo que es peor, en nuestro país), las humanidades han estado siendo relegadas al patio de atrás de la casa desde hace ya bastante tiempo y las consecuencias de este desprecio están a la vista. El triste estado de la Facultad de Filosofía (presupuesto paupérrimo, insuficientes profesores, falta de voz pública, un trabajo de investigación escaso y pobre) y el de la Editorial Universitaria (sin imprenta, con un confuso catálogo de libros y una distribución todavía peor) son un par de demostraciones de esto que digo. No ha habido por otra parte hasta hoy una edición crítica de las obras completas de Gabriela Mistral, nuestra primer premio Nobel, con la que sin embargo nos llenamos la boca cada vez que podemos hacerlo. Tampoco, aunque muchos de nosotros nos hemos empeñado en producir la primera historia colectiva y crítica de la literatura chilena, una obra en cinco volúmenes y en la que colaboran más de un centenar de los mejores especialistas chilenos y extranjeros en sus temas respectivos, hemos tenido ni el apoyo ni la comprensión que una empresa como esta uno imagina que debiera tener.

Tres actitudes por lo menos conspiran a mi juicio para producir el difícil reconocimiento de la importancia de las humanidades. La primera y la  más tosca es la del “hombre práctico”, que las considera inútiles sin más, la quinta rueda del carro de que yo hablaba arriba. La segunda es la que aprecia lo que producen las humanidades como si se tratara de unos ornamentos más o menos interesantes pero insustanciales y de los que es posible por lo tanto prescindir. Y la tercera es la que entiende que los discursos de los humanistas son cosa sabida, lugares comunes en los que es una pérdida del tiempo detenerse una vez más. Todo el  mundo “sabe” (al parecer, desde el nacimiento) qué es un sujeto, qué es un  ciudadano, en qué consisten la memoria colectiva y los valores éticos y estéticos, cuáles son los lenguajes mediante los cuales nos comunicamos, etc. ¿Para qué seguir perdiendo el tiempo en ello?

Mi opinión es que tales actitudes son erróneas. De partida, porque no es lo mismo saber que creer saber. El que cree saber es uno que en estas materias se alimenta con lo que le dicta su “sentido común”, que en este como en tantos otros asuntos no es sino el residuo fosilizado que anida en su conciencia de lo que se pensó e institucionalizó en el pasado pero luego se desgastó, o sea, del juicio que degeneró en prejuicio. En la política o, más bien, entre los políticos profesionales abunda esta suerte de pensamiento. Por otra parte, todo eso que yo mencioné arriba y mucho más, está, debe estar, sometido a continua revisión. La historia nos obliga a replantearnos estas cuestiones periódicamente y, sobre todo, nos obliga a replantearlas nosotros y para nosotros, poniéndolas en relación con las particularidades de nuestra circunstancia nacional, regional y mundial, y a no a ser entonces meros consumidores de respuestas que pensaron (que se pensaron para) otras gentes y en otras latitudes. Las humanidades son las que se encargan de ello.

Finalmente, los filósofos de Frankfurt distinguieron hace ya mucho tiempo entre la lógica instrumental y la lógica emancipadora como las dos grandes ruedas teóricas que propelen la máquina de la modernidad. Una, la lógica instrumental, es la que a los modernos nos ha permitido generar las estructuras materiales sobre las cuales transita nuestra existencia individual y social; la otra, la lógica emancipadora, es la que nos habilita para convertirnos en sujetos autónomos y solidarios, dueños de nosotros mismos pero también interesados en y responsables por el destino de la comunidad a la que irrenunciablemente pertenecemos. Yo pienso que estas dos lógicas son igualmente necesarias. Pienso además que la segunda es aquella con la que trabajan las humanidades y que postergarla en beneficio de la primera es fomentar un desequilibrio pernicioso, que lo único que logra es el limado de uñas de una población a la que se quiere dócil, aquiescente y sin capacidad creativa. Pinochet lo dijo, en 1979, en una carta pública que le envió a su ministro de educación, cuando escribió que lo que a Chile le hacía falta eran “buenos trabajadores, buenos ciudadanos y buenos patriotas”. Nada más. Total, si tenemos recursos naturales de sobra para comprar afuera ciencia y tecnología de alto nivel, y por eso gastamos en la que producimos nosotros apenas un 0.39 del PIB, ¿por qué no comprar, también afuera, la idea que tenemos acerca de nosotros mismos?

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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