En memoria y homenaje a Manuel Vadell
En su discurso de despedida, George Washington, enfermo y deseoso de descansar, informó a su amigos y conciudadanos que rechazaba ser considerado como candidato a presidente para un tercer período, considerando que estaba confiado en que sintiendo la “… bondad de mi país, y poseído de un ardiente amor hacia él, tan natural en el hombre que en esta tierra tuvo su cuna y la de sus padres por muchas generaciones, me regocijo anticipadamente al pensar en el tranquilo retiro donde pienso entregarme al reposo…”. De hecho, Washington falleció tan solo tres años después a los 67 años de edad.
Sin que el presidente escribiera nada al respecto, y tampoco sin que su proclama se transformara en ley de la unión americana, la decisión de Washington de retirarse tras su segundo mandato, se convirtió tácitamente en paradigma de democracia, sin embargo, cuando su país transcurría la hasta entonces peor crisis económica de su historia iniciada en 1929, devenida posteriormente en segunda guerra mundial tras la llegada al poder de Adolfo Hitler en Alemania, el establishment no dudó en elegir hasta por cuatro veces (1932, 1936, 1940 y 1944) a Franklin Roosevelt como presidente. A Roosevelt no sólo le correspondió enfrentar la crisis, también tuvo que tomar la decisión de incorporar a Estados Unidos a la guerra, cansado de esperar que los nazis derrotaran a la Unión Soviética y tras permitir el ataque de los japoneses a Pearl Harbor para justificar su entrada en la conflagración, incluso, a él le cupo en nombre de su país la responsabilidad de participar en la Conferencia de Yalta en febrero de 1945 junto a Churchill y Stalin para comenzar a trazar el mundo de la posguerra. Solo en 1951, Estados Unidos legisló sobre el tema, estableciendo los dos mandatos como período máximo para que un presidente esté en el poder.
Es decir, en dos de los momentos más críticos de la historia de Estados Unidos: (crisis económica y guerra), su sistema político no dudó en pasar por encima del paradigma legado por su padre fundador y poner de lado toda la nauseabunda retórica democrática para salvaguardar la integridad y la estabilidad del país.
Esta reflexión viene a la memoria, después de observar la virulenta alharaca mediática que la tarifada prensa occidental ha desatado tras las respectivas reelecciones de los presidente Xi Jinping en China y Vladimir Putin en Rusia. En el caso de China, además los diputados de la Asamblea Popular Nacional, -órgano máximo del poder del Estado-, han reformado, -de acuerdo a las potestades que le confiere el artículo 62, numeral 1 de la Constitución Nacional-, el artículo 79 de la Carta Magna que limitaba a dos mandatos consecutivos el tope de tiempo para la estadía en ese cargo, permitiendo de esa manera la reelección continua en el mismo. Así, Rusia y China dan continuidad y generan estabilidad en la conducción de sus países, en momentos en que no sólo ellos, toda la humanidad, vive tiempos de extrema tensión, dada las intempestivas e imprevisibles decisiones del presidente Trump, que tienen al mundo (incluyendo al propio Estados Unidos) en un estado de permanente incertidumbre y preocupación.
Lo paradójico del hecho es que en la misma semana que Xi y Putin fueron elegidos, lo propio ocurrió con Ángela Merkel quien por cuarto período consecutivo fue investida como Canciller Federal de Alemania. En este caso, no hubo ninguna alusión por parte de los terroristas de la información a prácticas antidemocráticas ni perpetuación en el poder, después que Merkel lograra un acuerdo de fuerzas conservadoras entre su partido el Demócrata Cristiano, la Unión Cristiano Social y el partido Socialdemócrata. En este caso si fue válida la necesidad de lograr un acuerdo de gobernabilidad entre los partidos de derecha y centro derecha del país a fin de generar estabilidad en el mismo. De la misma forma, es posible decir que en Alemania, el paradigma washingtoniano tampoco tiene validez alguna.
Lo cierto es que el problema real de la situación internacional actual es Trump y sus actuaciones que parecieran que su país está solo en el planeta, su inestabilidad emocional y la ausencia de parámetros de comportamiento, está afectando y teniendo incidencia negativa en todo el mundo. En la misma carta de despedida, Washington avizoraba y alertaba con preocupación que: “[Las facciones] colocan en lugar de la voluntad delegada de la nación, la voluntad de un partido, y las miras pequeñas y artificiosas de unos pocos, y siguiendo los alternativos triunfos de las facciones diferentes, dirigen la administración pública por mal concertados e intempestivos proyectos, no por planes consistentes y saludables, dirigidos por consejos comunes, y modificados por intereses recíprocos. Por ahora no tenemos tan tristes acasos, pero en la serie de los tiempos y de las cosas, pueden aparecer hombres astutos, ambiciones, y sin principios, que logren trastornar el poder del pueblo, y usurpar las riendas del mando, arruinando después a aquellas mismas máquinas que les proporcionaron elevarse a una injusta dominación”.
Al mirar la actuación internacional del actual presidente de Estados Unidos, basada en la exacerbación del excepcionalismo de su país y un desprecio hacia otros pueblos, que raya en prácticas cercanas al fascismo, es dable recordar que el propio padre de la patria estadounidense rechazaba que se expusieran “antipatías permanentes e inveteradas contra naciones particulares”, por el contrario, animaba a cultivar “sentimientos justos y amistosos hacia todos”. Consideraba que las naciones que se entregaran al odio como habito eran en cierto modo esclavas de su animosidad o de su afecto, cualquier de los cuales las podía conducir a desviarse del deber e interés de la propia nación. Este sentimiento predisponía “…más fácilmente a insultar y herir, a aferrarse a causas leves de resentimiento y a ser altiva e intratable, cuando ocurren ocasiones accidentales o insignificantes de disputa” y como consecuencia a “colisiones frecuentes, concursos obstinados, envenenados y sangrientos”. Washington exponía que estos sentimientos, impulsaban la guerra, la cual en su opinión era contraria a lo que debía ser la práctica de la política, afirmando que un gobierno no puede dejar llevarse por la pasión, en contra de lo que indica la razón, porque hacía que el ánimo de la nación se subordinara a una hostilidad instigada por “el orgullo, la ambición y otros motivos siniestros y perniciosos”.
Como mirando la odiosa paranoia anti rusa, la enfermiza confrontación contra China y el brutal acoso a Cuba, Venezuela, Irán y Corea que el sistema imperial estadounidense enarbola como causas de su responsabilidad global, pero que en realidad es expresión de su declive interno, George Washington en su adiós a la política activa, advertía que se debía estar despierto frente a la influencia extranjera, pero actuando con imparcialidad, porque, “de lo contrario, se convierte en el instrumento de la misma influencia que debe evitarse, en lugar de ser una defensa en su contra”.
Por supuesto, es muy difícil suponer que Trump haya leído esta carta alguna vez en su vida, dentro de la crisis general que afecta a Estados Unidos, la crisis moral, la de sus valores, la de no ser capaces ni siquiera de soportar los principios que le dieron origen como nación libre, corroen los cimientos de su edificio imperial. La respuesta es la fuerza y la imposición: incluso con sus aliados, Trump recurre al sucio instrumento de aplicarle sanciones, para que éstos: los gobiernos de Canadá, México, la Unión Europea, Brasil, Argentina y Canadá sin asco por la indignidad manifiesta, se arrodillen vergonzosamente pidiendo misericordia para sus empresarios. Y ahí, aparece el presidente inmobiliario, los mira con no poca ni disimulada repugnancia, los ve allá abajo, sumisos, arrepentidos de pecados que no han cometido… y los perdona: el objetivo ha sido logrado, ya están a su lado para embestir unidos al enemigo: China y a Rusia. El problema no resuelto es como evitar para siempre a dos potencias que día a día muestran éxitos, enarbolan logros y generan estabilidad y futuro a través de la continuidad de sus gobiernos y la persistencia de sus políticas a favor de la paz.