Hace ya varios años que ocurren cosas que pueden ser calificadas de anormales. En Francia, y en Europa.
“¿En qué momento se ve que lo que está pasando… no va?” preguntaba en una reunión, a principios de marzo de 2018, un hombre sudanés que llegó a Francia hace poco.
A veces se tiene ganas de dar un testimonio porque ciertas situaciones resultan chocantes y se piensa que es importante decir lo que está aconteciendo. Se quiere denunciar lo que resulta intolerable. Se intenta analizar porque, frente a lo incomprensible, se quisiera encontrar algún sentido, y medios para actuar sobre esa realidad.
Sin lugar a dudas, la mayoría de las personas, en Francia, no está confrontada a esta situación, como no sea a través de expresiones que aparecen en los medios: “flujos migratorios”, “aflujo de migrantes”, “llegadas masivas”, etc. Aun así muchos creen saber que estamos frente a una crisis migratoria.
Otros prefieren hablar de una crisis del recibimiento.
En diferentes lugares se puede ver los efectos de esta crisis. Poblaciones amontonadas detrás de las fronteras, como en Italia o en Grecia. Campos a cielo abierto como en Bulgaria donde se golpea, se violenta, se maltrata a las personas, como también ocurre en otras partes, en cárceles inhumanas. Congestión, lugares de acogida voluntariamente sub-dimensionados. Gente que erra por las calles día tras día. Niños que nadie quiere reconocer como niños para no tener que protegerlos. Individuos transformados en zombis como consecuencia de expulsiones tras los acuerdos de Dublín (“dublinage”). Prácticas de represión que se aparentan a la tortura. Personal administrativo encargado de expedientes de solicitud de asilo en huelga porque los medios son insuficientes y las condiciones de trabajo pésimas, etc.
A pesar de lo que se dice sobre el racismo y la xenofobia que se expanden en el país, miles de personas reaccionan ante estas situaciones. Brindan ayuda a personas desprotegidas, se oponen a las exacciones de la policía, organizan un mínimo de servicios y de humanidad, fabrican afiches para denunciar la apatía, el rechazo o la represión del Estado.
Para los habitantes de ciertos barrios, el tema es a veces encontrar un lugar en el espacio público urbano para hacer lo mínimo: distribuir pan, té o café. El año pasado, el colectivo Quartiers solidaires (Barrios solidarios) en el distrito 18 de París, hacia la calle Pajol en el barrio La Chapelle, funcionó durante meses en un espacio ínfimo, porque el hecho de ofrecer desayuno a personas que viven en la calle, durante una hora, de 8.30 h a 9.30 h de la mañana, provocaba tensiones en el barrio. Algunos vecinos desagradables refunfuñaban. Era una minoría, pero hábil en su manejo de las redes sociales y capaz de interpelar al intendente. En medio de las calles y de las explanadas, no era fácil encontrar un lugar donde instalarse durante esa hora. El grupo estuvo trabajando en una pequeña plaza triangular ubicada entre las calles Pajol y Philippe de Girard, que contaba con un banco público. Simbólicamente este banco fue retirado por la municipalidad, aserruchado una mañana por dos empleados. Porque no hay que permitir que los migrantes se establezcan.
El alcalde dijo : “la distribución que están haciendo, es cualquier cosa, un salvajismo”. Están distribuyendo en medio de la nada, en medio de un vacío. Son un poco salvajes… hacerlo así… ¿Y de qué otra manera podrían haberlo hecho? Hace dos años que la municipalidad del distrito 18 se niega a acompañar esa acción. ¿Quién es salvaje?
Es necesario que los migrantes permanezcan móviles, y sobre todo, que se vayan.
Durante una reunión, fragmentos de recuerdos del barrio nos son transmitidos por Mohamed Nour, quien nos cuenta lo que vivió, lo que escribe. En el taller de artistas en exilio. Es un lugar al que puede ir desde la mañana hasta la noche para escribir. Intenta contar. Quiere hacerlo. Le parece importante.
Recuerda la pregunta que hacía cuando llegó: “¿Dónde queda ‘La Pajol’? ¿El país de los derechos humanos?”
Antes de llegar a Francia, según nos dice, jamás había dormido en el piso, salvo quizás cuando era niño.
Una persona que viene de Siria, otra de Sudán, se sorprenden al ver que en Francia se duerme en la calle. A ellos, eso les parece muy raro. A la gente de acá no tanto.
Otros explican su sorpresa al ver que en Francia los campos son tan inadaptados, mientras que los que frecuentaron en diferentes países africanos eran mucho más modernos y más acordes a las necesidades. Los universitarios nos precisan que los campos en Francia no han tenido mayores cambios desde los años 1930. Acá también hay que ser claros: no se trata de una incapacidad sino de una voluntad política de no hacer.
Mohamed Nour es sudanés, pero vivió en el Chad durante años, como exiliado. De niño, aprendió francés. Nos cuenta cómo, una vez, mientras se hallaba durmiendo en la calle, los policías los despertaron tirándoles agua encima, en medio de la noche, en medio del frio. Le preguntó a una mujer policía porqué hacia eso. La mujer no se lo esperaba, le sorprendió que hablara tan bien francés. Le dijo : “¡Váyanse ! Vayan a visitar la Torre Eiffel”. Le respondió : “No somos turistas”.
A veces escucha que la gente dice : “Miren estos salvajes”. Porque viven en el suelo. Porque no hay baños. Cuando te tratan como salvaje, ¿cómo no convertirse en eso? Dice: “Cuando te tratan como salvaje, te conviertes en eso”.
Tiran gases lacrimógenos al interior de las carpas. Las rompen, las arrancan. ¿Quiénes son los salvajes?
*
Acciones de proximidad están siendo organizadas. La gente se pregunta : ¿qué debo hacer? ¿Qué puedo hacer? ¿Hasta dónde puedo ir?
¿Puedo recibir a alguien en mi casa? ¿Debo? ¿Es una vergüenza no hacerlo? ¿Hasta dónde los individuos, las redes de ciudadanos deben ir? Las redes buscan implementar normas y marcos que permitan a los ciudadanos ordinarios contribuir, poder hacer algo en vez de no hacer nada. Por supuesto, estas personas no pueden suplantar lo que no hacen los servicios del Estado. Solo disponen de sus recursos personales, para alojar, apoyar.
Muchas interrogantes nacen de estas acciones de albergue, de sostén, llevadas a cabo por individuos, y a veces, por ciudades y pueblos, ahí donde el Estado no está desempeñando su rol. Todos tienen que confrontarse a los límites de sus posibilidades y de sus recursos. Nadie debería olvidar que fue puesto en esta situación por políticas de Estado.
A pesar de los límites evidentes, hay gente que elige movilizarse, movilizar tiempo, energía, recursos. Estas personas no ignoran que no podrán responder plenamente a las necesidades, porque la solidaridad de algunas decenas o centenas de miles de individuos no remplaza políticas públicas de recibimiento.
Lo hacen porque sería intolerable no hacerlo. Porque saben que no seguirían siendo humanas si no lo hicieran.
Es por eso también que no se puede adoptar una lógica de la compasión o de lo humanitario. El contra-don es instantáneo: cuando le doy un café a alguien que vive en mi barrio, a metros de la cama en la que duermo, esa persona me otorga la posibilidad de mirarme en un espejo y no morir de vergüenza.
“No es que los estamos ayudando, nos estamos ayudando a nosotros mismos”, dice un vecino.
Pero las cosas no terminan ahí. A menudo es difícil para los ciudadanos, los lugareños, los vecinos que alojan, cocinan, informan, cuidan, discuten, comparten, contener la ira que sienten contra el Estado. Su Estado. Un Estado por turnos mezquino, violento, racista, hipócrita, incapaz.
Ellos salen a la calle, pegan afiches, desmontan barreras, escriben en las paredes.
Se politizan. Tal como unos y otros lo cuentan, las personas que se movilizan en torno al recibimiento no son, en su mayoría, militantes de carrera, pero movilizan sus cuerpos, algunos de sus recursos, su energía y su voluntad en reacción a lo que ven y escuchan.
A través de su acción cotidiana, hacen posible el recibimiento y enfrentan políticamente, en medio del vacío del espacio público, a un Estado que no está a la altura de la idea que se hacen de su función.
Organizan cabildos abiertos sobre migraciones que se reúnen en una multitud de lugares en Francia. Un Tribunal Permanente de los pueblos que produce un discurso de justicia ahí donde ya no hay justicia, y que juzga al Estado por lo que hace y por lo que no hace.
Ciudadanos, lugareños, vecinos, automovilistas, panaderos, comerciantes, abogados, profesores, alumnos, etc. producen una cultura del recibimiento.
Revindicamos un recibimiento incondicional: la posibilidad de ser recibida para cualquier persona que llegue a Francia buscando refugio. Pensamos también que es legítimo, es decir conforme a la justicia, no solamente querer recibir sino también querer permitir a personas que vienen de otros lados, llegar, permanecer, vivir aquí, con los que ya están acá.
¿Con qué moral se le podría negar, a las personas que así lo deseen, vivir con nosotros, cuando participamos activamente en el hecho de que no puedan vivir decentemente en sus países? Porque participamos, de una u otra forma. ¿Es lícito recibir los beneficios de la extracción de minerales escasos en República del Congo (cobalto, coltán, casiterita) para fabricar nuestros teléfonos o computadoras –lo que se logra mediante prácticas esclavistas, gracias al trabajo infantil, e implica conflictos armados y guerras, etc.– pero encontrar inaceptable o imposible que las personas de esos países deseen trabajar y vivir en Francia?
Están estas razones, pero también está el hecho de que es legítimo y razonable querer vivir en un mundo abierto. Querer beneficiar individual y colectivamente de dinámicas de recibimiento, de reparto y de intercambio.
*
Y es por eso que las personas también tienen necesidad de hablar, de escribir, de contar lo que está pasando en este momento, porque la experiencia individual –y colectiva– es demasiado fuerte, demasiado violenta, demasiado intolerable.
En un poema, Youssef Wallas escribe :
Era pasado medianoche, estaba en el bosque cerca del rio para pasar desde Turquía a Grecia. Estaba solo, tenía miedo. En ese momento pensé que estaba perdiendo la cabeza. Y que necesitaba hablar. Con un humano, fuera quien fuera. No me importaba si hablaba o no mi idioma.
Un instante después –y no me lo esperaba– empecé a hablar con alguien. Y me habló en mi propio idioma.
Le pregunté : ¿Quién eres ?
Me respondió : No soy de este planeta. Vine para hablar contigo.
Me preguntó : ¿De dónde vienes ?
Le respondí : Nací en esta tierra.
Me preguntó: ¿Cómo te llamas?
Le dije: Un humano.
Me preguntó: ¿Adónde vas?
Le dije : Voy a Europa, porque en mi país hay una guerra.
Empezó a hablar conmigo: ¿Por qué hay tantas guerras en tu planeta? Tantas personas pobres. Tantas enfermedades.
Le respondí : No lo sé.
Me dijo : En Europa, cuando llegues, te llamarán un refugiado.
Le dije: Sí, lo sé. Pero pienso que todo el mundo es refugiado de algo en su vida. Pienso que el Sr. Macron es refugiado de la verdad cuando hay gente durmiendo en la calle. Todos estamos aquí por un tiempo corto, no estamos aquí para siempre. Entonces cada cual es un refugiado de la vida. Yo soy un refugiado pero primero soy un ser humano. Espero, deseo, que me miren como un ser humano. Porque si me miran como un refugiado, no me están viendo.
El “Sr. Macron”, que se niega a tomar en cuenta la realidad de los refugiados en Francia, es un refugiado de esa realidad de la que huyó.
Del individuo a lo político, las palabras y los actos organizan un ida y vuelta permanente cuando intentamos hacernos cargo y transformar lo real.
Son estas formas de movilización, individuales o colectivas, políticas siempre, lo que se aborda aquí.
* Este texto es el prólogo a un dossier temático (“Recibir a los extranjeros. Nuevas movilizaciones, nueva cultura política”) coordinado por Emmanuelle Gallienne, Gaëlle Krikorian, Clara Lecadet e Isabelle Saint-Saëns. Publicado en la revista Vacarme, número 83, abril de 2018. Esta revista francesa, creada en 1997, se propone desarrollar “una reflexión en los cruces del compromiso político, la creación artística y la investigación”. En eso radica su singularidad y el valor de sus aportes. Traducido del francés por Antonia García Castro.