Señor director :

En su libro Leviatán el filósofo inglés Tomás Hobbes divide los Estados  en dos categorías : los Estados con soberanía y los Estados sin soberanía. En los primeros el Estado traduce el consentimiento de los hombres y mujeres de una comunidad para vivir en colectividad según las reglas democráticamente  adoptadas por ellos, unas reglas que los mismos pueden modificar si consideran que ellas no se ajustan a la evolución de sus intereses. En los Estados sin soberanía es todo lo contrario pues se trata de entes en los que la soberanía es usurpada por unos pocos , en general los más ricos o los más fuertes, quienes utilizan el poder para beneficio de sus intereses aunque ello signifique aplastar los de la mayoría.

No puede caber duda que nuestro Estado  pertenece a la segunda categoría, sobre todo después que en  1973  un puñado de putschistas  se apoderó por la fuerza de las riendas del Estado y que creó las condiciones para que el que verdadero poder fuese monopolizado hasta hoy por los oligarcas y por los otros poderes fácticos, entre los cuales los uniformados.

La mayor parte de nuestras instituciones ya sea han sido completamente vaciadas de su substancia ya sea se prestan para el decoro de lo que muy a menudo no es más que una pantomima de democracia. A ello se agregan los procedimientos escandalosos de organismos como el TC que exonera al capo Ponce Lerou o como el CDE que protege a un ministro que financia sus viajes con dinero público.

La organización regular de elecciones no es un argumento para darle a nuestro Estado una legitimidad  que a menudo autoriza la impunidad . La abstención, masiva debiera desde ya relativizar su validez , pero lo más grave es que los candidatos sean elegidos para olvidar en el ejercicio de sus mandatos lo que se habían comprometido a realizar.

Queda pues en pie el desafío que nos es planteado como ciudadanos, el desafío de recuperar nuestra condición de fuentes de una soberanía que hoy está reducida a los dictámenes de oligarcas y pretorianos.