La generalizada crisis de la infancia abrió el debate y puso en tela de juicio las condiciones en las cuales se encuentran miles de niños, niñas y adolescentes en nuestro país. Cuestionamientos dispersos dirigidos al Gobierno, al legislador e incluso a los administradores de los hogares del SENAME, han variado dependiendo de qué organismo apriete el gatillo, transformándose lo que debiese ser la preocupación focalizada en los niños, en un continuum de elusión de responsabilidades.
En nuestro país, cientos de menores de edad susceptibles de ser dados en adopción están a la espera de una nueva familia por medio de la gestión de las distintas instituciones acreditadas para su acogida, en razón de haber sido afectados en sus derechos y verse expuestos en su integridad física y moral. Lo anterior resulta preocupante si observamos las condiciones en las cuales ellos se encuentran, tomando en cuenta además las decrecientes cifras de adopción y los largos tiempos de espera para concretar el proceso, todo producto a una serie de trabas las cuales responden a una falla de la legislación o, mejor dicho, a una contradicción de la misma respecto a este tema.
Señala el primer artículo de la Ley 19.620 que la adopción tiene por objeto velar por el interés superior del adoptado, pero, sin embargo, hoy da predilección a quienes son cónyuges (matrimonios heterosexuales chilenos o extranjeros) por sobre otros a la hora de adoptar, como lo son las personas solteras, los viudos e inclusive los convivientes civiles. Dicha situación supone una contraversión entre la legislación nacional y los estándares internacionales en lo que se refiere al interés superior del niño. En efecto, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha sostenido en diversas ocasiones que la determinación de este interés debe ser dado a partir de la evaluación del comportamiento particular de los padres o adoptantes y el impacto concreto que esto traería en el desarrollo integral del adoptado.
Así las cosas, se hace sumamente cuestionable que la ley establezca preferencias de un tipo de familia por sobre otro sostenidas en especulaciones generalizadas acordes a una cosmovisión de antaño, toda vez que la Convención de los Derechos del Niño en su artículo 21 (referido a la adopción) tampoco hace alguna distinción en relación al estado civil u orientación sexual de los adoptantes, remitiéndose exclusivamente a la esfera de lo necesario para garantizar la protección y el debido desarrollo del adoptado. Es por la misma razón que resulta incómodo que la indicación sustitutiva ingresada por la actual administración (Boletín 9119-18), respecto a los adoptantes, se refiera a considerar con primacía un ambiente familiar donde se puedan desempeñar los roles de padre y madre (artículos 28 y 39), no sólo porque signifique una prelación encubierta, sino que, además por constituir una clara infracción a la Convención De Belem Do Para en consideración al establecimiento de roles de género.
Además de romper con los estereotipos que hace la ley sobre qué familia es “más idónea” que otra, eliminando todo orden de prelación y por consiguiente toda forma de discriminación infundada, un segundo desafío de la nueva institucionalidad de adopción dice relación con la consagración de principios, derechos y garantías de la infancia. No parece lógico que ley se abstraiga de incorporar en su articulado declaraciones de esta índole (como lo hace el proyecto de ley enviado por el Ejecutivo) excusándose en que aquellas serán consideradas en una ley marco como lo sería la Ley de Sistema de Garantías de los Derechos de la Niñez, toda vez que ha sido esa mala técnica legislativa del reenvío la que ha traído diversas problemáticas en la aplicación e interpretación de las últimas normas entradas en vigencia. El debe con el reconocimiento expreso de aquellas prerrogativas con estatus de derecho internacional público de los derechos humanos suscritas por Chile no sólo se da en virtud de incorporar reformas constitucionales que las contengan, sino que, desde el rango legal, en todo cuerpo normativo que diga relación con la protección de la niñez a fin de consagrar un marco propio el cual sirva de resguardo y directriz de su propio articulado.
La familia es el núcleo fundamental de la sociedad y por esa misma razón es un derecho de las personas realizar su vida en ella. Es el Estado el llamado a protegerla y promocionarla, pero cuando las gestiones burocráticas y tiempos de espera en el proceso de adopción son inmensos, aquél no está ejerciendo la función que se le entrega. Por lo mismo es menester que una nueva ley de adopción reduzca los trámites, informando al procedimiento de una mayor celeridad, sin con ello quitarle la rigurosidad que merece y requiere; aumente las causales de adoptabilidad haciéndose cargo de las distintas realidades que hacen meritoria su declaración; y, en último término, evite la sobre-institucionalización en el tratamiento de la niñez y adolescencia vulnerada, pues ello sólo trae como efecto la doble victimización de quienes ya sufren una situación de despojo en sus derechos. La indignación debe, en definitiva, ir acompañada de propuestas concretas, responsables y que sobre todo apunten a la prevención de situaciones a todas luces deleznables.
Como sociedad tenemos como imperativo el hacernos responsables de una situación atentatoria contra la infancia que no es nueva en esta larga y angosta franja de tierra, sino que solamente recién hoy se ha mediatizado. A su vez, es necesario también hacer un llamado al legislador a ser consciente de (como afirma la jurista argentina Aida Kemelmajer) no temer al cambio si éste implica la ampliación de los derechos en favor de las personas más vulnerables, como lo son en el derecho de familia los niños, niñas y adolescentes, mirados como sujetos de derecho y no de simple tutela.
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