“Martita salba al hijo de mi mujer y devuélvele su livertad” (sic). Tal vez Saramago o García Márquez nos habrían espetado que no importa si algunas palabras están mal escritas en la frase, que lo central es que hay un mensaje que se entiende, una solicitud, un ruego urgente y angustiante. Y, desde luego, también se advierte la fe de quien escribió en la muralla e implora a la finada para que interceda ante algún santo por el “hijo de mi mujer”. En torno a la imagen de la recordada y venerada Marta Peña, dispuesta en la pared de un oscuro pasadizo bajo la carretera, hay varias otras peticiones, la mayoría de parte de la gente que circula por el sector: familiares de presos del penal Santiago I, la antigua penitenciaría de la capital.
De una extensión poco mayor al ancho de la moderna autopista que le sirve de techo y por la que circulan veloces automovilistas que desconocen lo que ocurre en el subsuelo, el corto corredor es tenebroso. Tanto que su único y visible morador lo llama “El túnel de la muerte”. Con paredes altas y ennegrecidas por el hollín, el piso de tierra y repleto de piedras de tamaños variados, la galería no está habilitada como calle ni pasaje ni nada, quizás como para recordar que por estas mismas franjas, antes de los tiempos del pavimento, cruzaba por acá el hato de reses camino al cercano matadero de entonces. Ni siquiera tendría sentido asomarse al corredor si no fuera por la animita de Marta Peña o por la amabilidad de su cuidador-residente.
“Mi papi me enseñó a tirar las manos. Nunca fui al colegio, si yo no sé leer. Ahora estoy haciendo tareas en un cuaderno, yo mismo me las he ingeniado. Mi mami le echaba la culpa a mi papi de que por culpa de él yo salí así. Me internaron en la Casa Nacional del Niño; de ahí me fugué y empecé a caminar, me quedaba a dormir en los puentes del Mapocho”. Sentados en el “living”, afuera de una carpa hechiza donde está el dormitorio, bajo el túnel, Pelayo cuenta la historia, la suya, que tras 25 años en prisión lo llevó a instalarse en ese rincón que no comparte con nadie más porque le gusta la soledad. Dos sofás destartalados marcan el límite de un espacio que está entero alfombrado con grandes colchas; al medio, un taburete sirve de mesa de centro en que resaltan adornos con piedrecitas transparentes dispuestas con cuidado esmero y un bonito botellón que contiene flores hechizas de papel. Varios detalles más denotan la intención que el anfitrión tiene de darle dignidad a su ruca, tal como se percibe en el “salón de belleza”, con espejo incluido, que a un costado de la carpa le sirve para “encacharse” día a día.
Menudo, delgado, bien vestido en la pobreza, pelo corto y teñido de rubio, con un pequeño aro en la oreja izquierda, de confesos 42 años, la estampa de Pelayo no parece la de quien cometió un brutal crimen, que pasó muchos años en los penales de Santiago 1 y de Colina, y que diez días antes de cumplir la condena arriesgó su libertad al querer vengar la muerte de su hermano, adentro de la prisión y cuchilla en mano. Ni siquiera la extensa cicatriz que recorre una de sus mejillas lo hace intimidante. Ni tampoco la ausencia de sus dientes frontales. Es que no se demora nada, ante desconocidos visitantes, en mostrarse afable al narrar su presencia ahí y la labor de cuidar la animita vecina.
La Martita
La policía dio a conocer un video de borrosas imágenes en las que un hombre cojeando trasladaba un carro de supermercado al atardecer del 21 de octubre de 2013, en las cercanías de la antigua Penitenciaría. De lo poco que se sabe, en el interior del coche de mano iba el cuerpo descuartizado de Marta Peña Zamorano, de 31 años y con tres hijos, cuyos restos fueron luego incinerados en el paso bajo nivel en que hoy vive Pelayo.
La Martita, poco antes de su asesinato, dejó de trabajar en un restaurante de la comuna de La Florida para, se especula, retomar vínculos con el mundo del tráfico de drogas. Al menos en un par de ocasiones, en años anteriores, ya había estado arrestada por actividades ilícitas de ese tipo. Su muerte, horrenda y sin culpables todavía, igual que muchos ene enes en el país, aparte de las conjeturas generó una suerte de veneración desde que familiares dispusieron un recordatorio en el sitio donde fue abandonado su cuerpo quemado y cercenado.
En el retrato de Marta Peña que difundió la prensa la podemos observar con cintillo en la frente, unos ojos interrogadores, quizás preocupados, con sereno rostro y unos suaves labios cerrados que recuerdan tibiamente la sonrisa de la Gioconda. En cambio, en la fotografía enmarcada en madera y protegida con cinta adhesiva que fue colocada en el túnel se la ve más desenfadada, de cuerpo entero, con corto vestido de verano y posando en lo que parece un paisaje rural. La animita tiene forma de casa, de un alto de medio metro, con techo a dos aguas sobre paredes de ladrillo, mismo material que se usó para hacer una especie de pequeño patio anterior con piso cubierto de cerámicos. Ahí la gente dispone velas y objetos varios. Los mensajes los dejan en las paredes del fondo. Para darle mayor solemnidad al conjunto, o tal vez para permitir que los visitantes más devotos puedan arrodillarse, Pelayo instaló a modo de alfombra un viejo y manchado cubrecamas. “Yo la cuido a ella y ella me cuida a mí”, sentencia el ex reo.
El potrero de la muerte
Benjamín Vicuña Mackenna, cuando delineó el Camino de Cintura de Santiago, al referirse a la zona marginal que se extendía entre la actual avenida Matta y el Zanjón de la Aguada la llamó “El potrero de la muerte”. Usó también otros adjetivos negativos para el barrio que desde 1847 creció en torno al Matadero, la línea del ferrocarril, instalaciones públicas y otras tantas fábricas de la incipiente industrialización de fines del siglo XIX y principios del XX. Varias poblaciones obreras surgieron entonces y también abundante comercio. Una especie de patio natural tuvo el barrio en el vecino parque Cousiño, hoy O’Higgins, hasta que la carretera Panamericana, la Norte-Sur, cual matarife, hizo un profundo corte urbano y estableció una extensa frontera que impidió el cruce fluido de las gentes.
Algo distinto ha ocurrido con el límite sur del barrio. Aun con todos los peligros, desbordes e insalubridades que siempre entrañó, el mítico Zanjón de la Aguada forma parte de la memoria colectiva de la ciudad, como lo recuerda Juan de Dios, el pequeño y patipelado protagonista de Hijuna, la autobiográfica novela en que Carlos Sepúlveda Leyton, a comienzos del siglo pasado, dio sentida cuenta de la cotidianidad en este lado de la ciudad: “En el Zanjón de la Aguada, entre la línea férrea y el puente del Zanjón, grandes hornos convexos de ladrillo y barro. Mesas de álamo en bruto. Mujeres gordotas y ágiles ofrecen las ricas empanadas: mordisquea la gente y el jugo picante y de color sangre se escurre entre los dedos golosos”. Más recientemente, Pedro Lemebel, criado en ese barrio, lo resumió como un “paisaje entumido de pobreza”. Hoy la histórica acequia, en gran parte canalizada, luce el casi definitivo parque inundable Víctor Jara, que lo hace un atractivo lugar de encuentro ciudadano.
Mas, pese a cierta moderna infraestructura de que se ha dotado a esta parte de la ciudad, el barrio en general mantiene un sabor a pasado, a calles provincianas de lánguidas tardes domingueras, a casas de baja altura que todavía, felizmente, permiten que de la vista al oriente emerja la imponente silueta andina. Y también quedan resabios de rincones malolientes, de sitios eriazos donde anidan ratones y de pasadizos que no llevan a ninguna parte… o que conducen a la muerte.
La agraciada y joven madre que hoy no es sino recuerdo y estampa fetiche para interceder ante el más allá supo, tal vez, de las singularidades de este arrabal. Pero quien, a no dudarlo, conoce bien las veleidades del barrio es Pelayo, el afanado cuidador de la animita de Marta Peña, el ex presidiario que no teme a hacer aquí, en el Túnel de la muerte, su vida de día y su descanso de noche, sin electricidad ni agua potable. “Yo conozco al revés y al derecho este barrio. Aquí hay pesos pesados y por eso prefiero no meterme con nadie, ni siquiera acepto copetes. En las mañanas, antes que pase la gente, me levanto temprano, me aseo, me afeito. Almuerzo todos los días en el Matadero. En las noches duermo tranquilo y como tengo todo limpio no hay ratones ni lauchas; solo el ruido de los autos que pasan por la carretera me hace a veces saltar como guagua”.
Luces y sombras de las personas que tejen rizos con sus barrios y su ciudad. Aun en los rincones menos urbanos y más escondidos, donde la muerte está a la vuelta de la esquina… o en un túnel.