Todo mi amor está aquí y se ha quedado pegado a las rocas, al mar y a las montañas… repetía el Premio Nacional de Literatura Raúl Zurita desde el escenario y frente a los millares que se apiñaban en la explanada del Museo de la Memoria y los DDHH. Insistía el Poeta en el afecto, en el abrazo, en el encuentro con el otro. Recitaba sus poemas con la fuerza de la palabra que envolvía a esa audiencia con cada verso, con cada gesto, con cada movimiento que se ampliaba como una onda expansiva. El Poeta era la voz de ese cuerpo disgregado que tomaba forma ese día y en ese lugar. La voz del Poeta venía a recordarle a cada una de sus partes, a esas mujeres, hombres, jóvenes y niños, que aun quedaba algo de ese hilo casi invisible de la memoria. El Poeta meciendo su propio cuerpo y sus manos, armando con ellas un ovillo de versos, de palabras amorosas cuyas hebras venían también de esos otros cuerpos dolidos pero esperanzados. Palabras y miradas, aplausos y cantos, música, ovaciones y risas fueron parte de ese enorme tapiz humano que se desplegó en el Museo de la Memoria.
La voz del Poeta sanaba las heridas, su lengua acariciaba los corazones de sangre y de papel que reventaban en el zócalo. Tan distante en el tono, el sentido y emoción de esa misma voz, apenas unos días antes, cuando convertido en un rugido de ira, una explosión virulenta había estallado por una red social: “Frente a las alucinantes y ofensivas declaraciones” del recientemente nombrado ministro de cultura Mauricio Rojas, quien en un libro de su autoría se había referido al citado Museo, como un “montaje cuyo propósito, que sin duda logra, es impactar al espectador, dejarlo atónito, impedirle razonar” Entonces, como estacas, la voz del Poeta ingresó a todos los muros y se clavó en sus conciencias. El Poeta recordó que las palabras de Rojas herían “lo más entrañable del pueblo de Chile, a sus desaparecidos, a sus fusilados, a sus torturados, a sus exiliados”. Y no se quedó ahí. Hizo de inmediato un convocatoria a la acción: “Hago un llamado a no participar en ninguna instancia en que este personaje esté involucrado. Se va nuestra dignidad como artistas, como escritores, como intelectuales, como seres humanos en ello”. Hasta ahí sus palabras y el mandato ético que fue recogido de inmediato, al punto que, dos días más tarde, debido a la inmensa presión que crecía en su contra, el fugaz ministro renunciaba.
Desde el trabajo responsable de un periodista como Andrés Gómez, quien se preocupó de ir hasta ese libro que ya dormía el sueño de los justos y desempolvar sus explosivas aseveraciones para construir y publicar su perfil en un diario de circulación nacional, pasando por la conciencia ética de un Raúl Zurita y el despertar de un tejido social que se pensaban ya perdidamente deshilado, fueron los eslabones de una cadena virtuosa de conciencia y activismo en DDHH. Componentes que desde hacía tiempo no se reunían en torno al diálogo social, en torno a las bases éticas de nuestra convivencia, cuando cada uno ha andado demasiado tiempo por su propio lado. Fue la voz de Zurita la que, como un aullido doliente, penetró en los corazones de quienes se reunieron el miércoles 15 de agosto de 2018 en el Museo de la Memoria y de los DDHH. Fue la voz del Poeta y su sentencia lírica de que todo el amor estaba ahí: el amor de los presentes y el amor de los ausentes… Quienes allí estuvimos sabemos que así fue.