Tratados comerciales, jaque mate a la democracia

Uno de los aspectos más polémicos y, sin embargo, menos abordado de los tratados comerciales, es la perdida de soberanía por parte del Estado y, por consiguiente, el debilitamiento de un sistema democrático.

Uno de los aspectos más polémicos y, sin embargo, menos abordado de los tratados comerciales, es la perdida de soberanía por parte del Estado y, por consiguiente, el debilitamiento de un sistema democrático.

La democracia es, sin duda, una de las principales víctimas de la profunda crisis actual. Asistimos al desmantelamiento progresivo de principios políticos que no hace mucho tiempo parecían hegemónicos: soberanía popular, derechos humanos, ciudadanía, representatividad, separación de poderes, primacía de lo político sobre lo económico… que se convierten ahora en papel mojado.

No nos engañemos, estos principios siempre fueron más un relato que una realidad, ocultando en sus prácticas una matriz colonial, patriarcal y clasista, sostenida sobre notables desigualdades y desde el uso de una violencia estructural. Pese a ello, conformaban un modelo de democracia de baja intensidad que permitía, fundamentalmente en el Norte global, ciertos espacios de decisión popular. Precisamente hoy no solo estos, sino incluso el mismo relato del Estado de derecho y de la arquitectura multilateral de defensa de los derechos humanos están en el punto de mira del sistema.

Ya no le son funcionales: el capitalismo es incompatible con la democracia y, para que pueda sobrevivir en un momento especialmente crítico, lanza un jaque mate al imaginario y al modelo vigente desde mediados del siglo pasado. En este sentido, el triángulo conformado por el enorme excedente económico generado por la financiarización de la economía global –que necesita febrilmente encontrar espacios de reproducción–, las escasas expectativas de crecimiento y acumulación para las próximas décadas, así como el colapso ecológico en ciernes fruto del cambio climático y del agotamiento de las fuentes de energía fósil, provoca una tormenta perfecta en la que el poder corporativo –comandado por las empresas transnacionales– impulsa una ofensiva salvaje.

Se pretende así redefinir el proyecto político-cultural del capitalismo para las próximas décadas, en función de un principio básico: para superar este momento crítico, ya nada puede quedar fuera de la órbita capitalista, todo debe convertirse en un espacio de acumulación, sin traba alguna. Toda barrera a los mercados globales y a los negocios internacionales debe ser derribada: barreras geográficas, que impidan avanzar en el viejo sueño húmedo de un único mercado mundial auto-ultrarregulado; barreras sectoriales, que permitan arrasar con todo ámbito público y/o común en favor de lo privado y corporativo; y, por supuesto, barreras políticas, que pongan coto a la soberanía popular frente a la primacía del capital.

En esta lógica se inscribe el creciente autoritarismo, así como el ascenso del fascismo social y político. Por poner algunos ejemplos, hemos visto una Troika capaz de imponer una deuda ilegal e ilegítima al pueblo griego, a pesar del masivo rechazo en referéndum; una policía que reprime con saña en Cataluña frente a una ciudadanía decidida a votar, sin ningún tipo de consecuencia política; una Unión Europea que practica sistemáticamente la necropolítica, y que se pasa por el arco del triunfo el marco internacional de los derechos humanos; un sistema judicial convertido en sujeto político, que permite a los poderes fácticos avanzar allí donde estos no alcanzan, como se ha constatado en Brasil, Ecuador y el Estado español; un sector financiero que impone su poder sobre los pueblos, haciendo que estos acudan al rescate de sus desmanes; unos crecientes espacios de no-derecho, como Guantánamo, que normalizamos; y una extrema derecha que amplía sus espacios –incluso gubernamentales– fomentando la guerra entre pobres y las lógicas excluyentes.

Pero la puntilla a este proceso de desmantelamiento de los mínimos democráticos a escala global tiene nombre propio: los tratados comerciales. Asistimos a una nueva oleada de acuerdos de este tipo (CETA, JEFTA, USMCA, TISA, TTIP, etc.), que pretende completar el proyecto de la globalización neoliberal imponiendo una constitución económica de carácter poliédrico. Hablamos de constitución precisamente porque aspira situarse en la cúspide de la pirámide político-jurídica delimitando, como suelen hacer las constituciones, el marco de lo posible: qué se prioriza y qué no, a qué se le concede valor y a qué no. Hablamos de constitución económica a escala global porque lo que trata de imponer precisamente es la hegemonía indiscutible de la lex mercatoria, la primacía y blindaje de los negocios de las empresas transnacionales a escala internacional. Y hablamos de constitución de carácter poliédrico porque sus contenidos no se plasman en un único documento con su articulado específico, sino que este se vierte en múltiples y muy diversos tratados que, dentro de una estrategia dinámica, flexible y progresiva, incorporan parámetros similares.

Los parámetros compartidos por esta poliédrica constitución económica global se podrían resumir en cuatro apuestas complementarias.

En primer lugar, todos los nuevos tratados sin excepción incorporan una definición ampliada de comercio internacional, que ahora también incluye inversión, servicios, finanzas, bienes naturales, compra pública, comercio digital, innovación, competitividad, etc. Todos estos ámbitos, por tanto, entran indefectiblemente en el marco de los negocios de las grandes empresas, arrebatándolos así del debate político y de la órbita de la soberanía popular.

Además, los acuerdos comerciales posicionan, cual tabla de mandamientos corporativos, una serie de valores de gran exigibilidad, justiciabilidad y capacidad de coerción a escala global, delimitando el nuevo marco de lo posible: el acceso al mercado sin trabas para las grandes empresas se convierte en máxima; la primacía de la seguridad de la inversiones y de los beneficios empresariales se impone al mandato democrático y popular; la armonización normativa a la baja en derechos colectivos se asume como ofrenda en el altar de la competitividad, creando toda una estructura multilateral en su defensa; y se fomenta la mercantilización de todo sector público y/o comunitario, impidiendo en sentido contrario todo proceso de nacionalización, republificación o de propiedad y gestión colectiva sin ánimo de lucro, una vez firmados los acuerdos.

En tercer lugar, los tratados añaden nuevas estructuras regionales y multilaterales favorables al proyecto del poder corporativo, en este caso con la tarea específica de incidir en pos de la convergencia reguladora, esto es, de la desregulación de normativas ambientales, económicas, sociales y laborales. Si los organismos económicos multilaterales y los espacios regionales como la Unión Europea ya incidían en este sentido, ahora contarán con el apoyo incuestionable de estos espacios, con capacidad política de imponer y/o presionar en favor de un comercio y una inversión internacional sin trabas.

En cuarto y último término, la nueva oleada de acuerdos expande el radio de acción de una justicia privatizada en defensa de la inversión extranjera y bajo la égida de los mandamientos corporativos. Se impone de esta manera a escala mundial el modelo de los tribunales de arbitraje, guardianes de los mandamientos corporativos y ajenos a todo principio de igualdad jurídica, en los que una serie de árbitros privados tienen la capacidad de imponer sus laudos a los Estados. Estos pueden ser denunciados por las grandes empresas si vieran sus beneficios pasados, presentes e incluso futuros alterados, mientras que los Estados no cuentan con la capacidad de denunciar a las empresas, inclinando definitivamente la balanza político-jurídica en favor de lo privado frente a lo público.

El círculo se cierra: la nueva oleada de tratados comerciales amputa definitivamente el poder de lo público, de las instituciones. Sus capacidades legislativas, ejecutivas y judiciales están ahora mediatizadas por los mandamientos corporativos convertidos en constitución, subordinadas a todo un entramado multilateral y regional en favor del poder corporativo, y bajo una justicia ad hoc que amedrenta y penaliza a quienes osen salirse del marco de lo posible. Se limita entonces el papel de los Estados a la seguridad y a la desregulación de derechos, mientras que las empresas multinacionales emergen como verdadero gobierno de facto. La democracia, esto es, el poder del pueblo, se relega a la formalidad de gestionar las migajas desechables para el mercado. Una democracia de intensidad mínima, que ahora sí ya empezaría donde terminan los negocios.

Este proyecto sigue vivo, pese al fracaso temporal del TTIP y a la guerra comercial, ya que con matices e intensidades diferentes sigue siendo defendido por las élites globales. Por eso sigue siendo necesario hacerlo descabalgar, impedir su aprobación e implementación. Igual que lo es luchar contra el sistema que lo impulsa, ampliando en sentido contrario la democracia que nos quieren arrebatar: revirtiendo la escala local-global, redefiniendo las soberanías desde miradas inclusivas, implementando procesos de democracia a todos los niveles. Si democracia y capitalismo son incompatibles, sabemos de qué lado estamos.





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