Cuando ayer expresábamos a esta hora nuestra sorpresa por el entusiasmo con que algunos presidentes democráticos de la región habían recibido el triunfo de Jair Bolsonaro, nos faltaban todavía otros gestos que se conocieron durante el día y que reforzaron el punto: por de pronto, la primera visita del presidente electo será a Chile, país que ya es señalado como modelo por las nuevas autoridades y del cual se copiará el sistema de AFP para la reforma a las pensiones que se quiere acometer en Brasil.

El entusiasmo por los anuncios de Bolsonaro de reducir el tamaño del Estado, privatizar empresas públicas y la ya mencionada reforma previsional parece haber hecho olvidar todo lo demás a presidentes de países como Argentina, Paraguay, Ecuador y Chile. No vale acá el argumento de que no se puede criticar a Bolsonaro porque fue elegido democráticamente: el mismo dirigente ha desdeñado a esta forma de organización política y, aunque se haya recordado miles de veces ayer en las redes sociales, cabe decir aquí que dirigentes como Adolf Hitler también llegaron al poder a través del voto popular.

Lo que parece ocurrir con estos entusiasmos, aunque lo que vamos a decir probablemente sería renegado por los aludidos, es que la democracia está subordinada al modelo neoliberal y no al revés. Es decir, que en la medida en que la democracia afecte la libre circulación del capital por el mundo y las sociedades, deja de tener tanto valor. Ejemplos hay muchos: en Chile y otras partes del mundo poco importan las violaciones a las libertades personales en países plenamente insertos en la globalización económica y financiera, pero sí se convierte en un problema de principios en países que intentan poner límites a la inversión extranjera. Dicho sin darse vuelta: para muchos dirigentes continentales la democracia en China no tiene ninguna importancia, pero es prioritaria si cambiamos de país para hablar de Venezuela.

Los hechos lo demuestran. La configuración del nuevo orden mundial durante las últimas décadas ha requerido sucesivos cambios a las reglas del juego, todas las cuales se han traducido en mayores garantías para las trasnacionales, reducción en el tamaño y atribuciones de lo público y menos espacio para que los pueblos puedan transformar sus sociedades a través de la política. Los gobiernos democráticos, en la medida que alientan esta tendencia, son bien tratados por los grandes poderes del mundo y sus medios de comunicación, pero ay de ellos si osan poner restricciones. Inmediatamente les caerán encima el desprestigio comunicacional y los tribunales extranjeros que zanjan controversias con los inversionistas, la mayoría de las veces en favor de estos últimos.

Aunque nuble un poco la épica del pueblo de Chile que valientemente se levantó en su momento contra la dictadura de Pinochet, hay analistas e historiadores que se explican por las razones de este texto, y no por los derechos humanos, la decisión de Estados Unidos de retirar su apoyo al dictador y promover el retorno a una democracia que, en todo caso, debía ser de baja intensidad precisamente para atraer primero y luego no ahuyentar a las inversiones. Incluso un diputado socialista dijo este año en el Parlamento que la centroizquierda debería apoyar los tratados de liberalización comercial, porque fueron una forma de respaldo de las grandes potencias mundiales a la consolidación de la democracia chilena.

Quizás el triunfo de Jair Bolsonaro transparente lo que señalamos: la expansión de los grandes inversores solo requiere a las democracias si éstas no lo son tanto. De otro modo no se explica que las sociedades latinoamericanas sean hoy más desiguales que la época de las dictaduras ¿A quiénes les están dando y a quiénes les están quitando poder nuestros sistemas democráticos? Hay otra pregunta que se esquiva por conveniencia, pero qué hoy aparece ¿es compatible una democracia cabal con el modelo neoliberal? Preguntas propias de este tiempo de Bolsonaros en América Latina.