El invierno de 1933 empezaba a declinar y tímidamente se insinuaba la helada la primavera por las calles de Berlin. Después del incendio del Reichstag (Parlamento) -un atentado organizado por los propios nazis- que le permitió excluir al Partido Comunista Alemán de la vida política legal, y al no obtener el Partido Nazi la esperada mayoría absoluta en las elecciones de principios de marzo de 1933, Hitler buscó un acuerdo político con el poderosos Partido de Centro y con los Conservadores, bastante a mal traer para entonces. ¿Acuerdo para qué?… Para detentar el poder total, no sujeto a control alguno del Parlamento, ni menos aún del anciano Presidente Hindenburg (quien, al morir en julio de 1934, le dejaría el paso libre para todo lo que vendría), un poder que le permitiera ejercer la represión según su personal determinación a través de la aprobación de la llamada “Ley Habilitante”.
Con su permanente tono entre amenazante y complaciente, Hitler ofreció la posibilidad de una cooperación amistosa con los otros partidos, prometiendo no amenazar al Reichstag, al Presidente, a los Estados Federados ni tampoco a las iglesias, a cambio de que le concedieran poderes “de emergencia”. Finalmente, sus promesas y concesiones terminaron por convencer a dichos sectores -que sólo velaban por sus propios intereses, sin darse o querer darse- cuenta de los propósitos de fondo del cabo austríaco, los que aprobaron por mayoría absoluta la concesión de poderes extraordinarios que permitirían a Hitler y a su gabinete gobernar a base de decretos de emergencia durante los próximos cuatro años. Sólo el Partido Socialdemócrata votó en contra.
Revestido de tal poder, Hitler comenzó inmediatamente a abolir los poderes de los Estados Federados y dirigió su mirada hacia los demás partidos y organizaciones políticas. Con la excepción del Partido Nazi, aquellos fueron oficialmente ilegalizados el 14 de julio, al mismo tiempo que el Reichstag renunciaba a sus responsabilidades democráticas.
En la imagen, Hitler se dirige al Parlamento, la noche histórica del 23 de marzo de 1933, cuando chantajeó a los parlamentarios allí reunidos al exclamar:
“¡A ustedes, caballeros del Reichstag, les toca decidir entre la guerra y la paz!”.
Afuera, bajo el penetrante frío nocturno, los vociferantes grupos paramilitares nazis rodeaban por sus cuatro costados el mismo edificio que meses antes habían intentado quemar, mientras su líder absoluto obtenía el poder absoluto. El mismo que llevaría a Alemania y al mundo a la tragedia.