Investigando para un artículo en el que estudio la postura de líderes históricos del APRA, como Víctor Raúl Haya de la Torre, Rómulo Meneses Medina y Manuel Seoane Corrales sobre la cuestión peruano-chilena-boliviana, me he encontrado con los horizontes de la generación de 1920, autoconsciente y revolucionaria. Cabe preguntarse si todas las épocas dan lugar a generaciones así, dignas de llamarse tales por las posiciones de vanguardia que asumieron; como los jóvenes de 1968 o tal vez la generación Z de hoy, quienes, sin adoptar necesariamente una posición de ruptura, han incorporado al presente un espectacular cambio de mentalidad desde su intenso vínculo con las tecnologías de las comunicaciones y su acceso masivo al conocimiento.
A mi generación, en cambio, no le encuentro nada de espectacular. A los cincuentones de hoy se nos vino abajo el viejo paradigma en nuestras propias narices, se nos derrumbaron en un año el mundo bipolar, el bloque soviético, el muro de Berlín y la utopía socialista. Mientras morían nuestras certezas, el futuro nos llegó, tan o más envasado que una lata de sardinas. Ese futuro nos llamaba a afiliarnos a la sociedad de consumo, publicitada como la nueva panacea revolucionaria del fin de milenio y a la globalización capitalista-democrática liderada por Estados Unidos presentada nada menos que como El fin de la historia, panegírico ideológico con el que Francis Fukuyama intentó justificar el “nuevo orden mundial” de George Bush padre.
La década de 1990, en la que nos hicimos adultos y adoptamos responsabilidades como tales, se constituyó en un tiempo en el que lo prioritario fue adaptarnos a la versión informática del “imperialismo yanqui” para poder sobrevivir. La verdad, no hubo ni tiempo ni ocasión para grandes utopías revolucionarias, ni siquiera para vanguardias culturales o libertarias. Lo que debíamos hacer, forzosamente, era aprender inglés e informática, de lo contrario el mundo te dejaba atrás.
En América Latina, la generación de la Reforma Universitaria de Córdoba (1918) fue todo lo contrario a la mía. En 1910 triunfó la revolución de Emiliano Zapata en México; en 1917, los bolches de Lenin y Trotsky sovietizaban Rusia. Ambos trastocamientos del status quo se lograron con el mismo procedimiento: la revolución. Por ello, nadie, a la izquierda, dudaba de la absoluta justicia de la revolución social en América Latina. El debate interno consistió en definir cómo llevar a cabo la revolución, qué modelo adoptar inmediatamente después de alcanzada la victoria, y quién, o quiénes, debían encabezarla.
Pero la suerte de esta generación se resolvió temprano, aquí en el Perú, cuando Haya y Mariátegui rompieron palitos mientras agonizaba el Amauta junto con la década dorada. El resultado de una polémica que fue mucho más que eso consistió en la liquidación de un gran impulso vital y juvenil: ya no habría más revolución social con proyección latinoamericanista las siguientes tres décadas, hasta que Castro, el Che y Camilo Cien Fuegos entraron a La Habana el año nuevo de 1959. Entonces se reavivó la ilusión de los viejos de las décadas pasadas y de los jóvenes sesenteros, ávidos de nuevas utopías, como el poeta Javier Heraud, mártir peruano de una revolución fallida.
Por todo eso, me puse a pensar en los Z. Sus formas de lucha son poco visibles y nada aparatosas; su fuerza no radica en las armas, las multitudes o los grandes paradigmas ideológicos. Al igual que Cerebro, el ratón, no quieren conquistar al mundo, aunque pareciera que ya lo han hecho. No sé si lo hemos notado, pero cada Z tiene en sus manos un ordenador portátil y nada escapa a su escrutinio, ni los procesos administrativos de su centro de estudios o la empresa donde trabaja; ni los abusos del poder político, en cualquiera de sus formas, ni su eventual movilización en defensa de plataformas puntuales que muchas veces brotan de ellos mismos.
En el Perú, la mostración descarnada de la fétida corrupción de los casos Lavajato y Lavajuez está produciendo en los Z un impacto brutal. No faltará quien herede las malas artes de quienes lo precedieron; pero predomina largamente la repulsa a las malas prácticas de los que hoy manejan la justicia y la política peruanas. Ojo, el voto joven explica la categórica victoria de la consigna presidencial en el reciente referéndum, y no tanto por estar a favor o en contra de la reelección parlamentaria, sino porque aquella consigna parecía contener una implícita sanción moral contra el grueso de los protagonistas de la vida pública peruana.
La generación de Haya y de Mariátegui se caracterizó por su marcado antimperialismo; la actual, y que irrumpirá en nuestra política en el trascurso de la próxima década, encontrará en la guerra a muerte contra la corrupción a su más anhelado horizonte; y es probable que en esta postura resulte ser absolutamente jacobina. En el Perú y América, la generación que puede modificar nuestro caduco y bicentenario vínculo con la política y el Estado -esto supone hacerlo más transparente, eficiente y menos corrupto- está compuesta por jóvenes que no pasan los 20 años de edad. Mañana, o quizá pasado mañana, sabremos hasta donde llegarán.
(*) El autor esHistoriador, Docente en Universidad de Lima y PUCP.
La columna fue publicada originalmente en larepublica.pe