Han surgido varias voces críticas del muy buen proyecto de ley presentado para que -al igual que en varios países europeos que sufrieron políticas de exterminio de categorías de personas- se tipifique como delito el negar la existencia de los crímenes contra la humanidad cometidos en nuestro país bajo la dictadura.
Se ha dicho de modo efectista, pero sin fundamento sólido, que una legislación de este tipo violaría el derecho a la libertad de expresión. No parecen darse cuenta quienes sostienen ello que a través de un ejercicio abusivo de la libertad de expresión pueden también verse afectados derechos fundamentales de otras personas, particularmente el derecho al honor. De aquí el fundamento de la tipificación de los delitos de injurias y de calumnias en todas las legislaciones del mundo. Y por cierto que lesiona gravemente el honor de los familiares de las personas detenidas-desaparecidas y ejecutadas; de sus abogados; y de los militantes de las ONG de derechos humanos que han luchado por años en las denuncias y en los juicios contra los autores de esos crímenes atroces, sostener públicamente que todo ello ha sido falso. Además, que lo anterior se ha complementado muy frecuentemente -casi siempre en privado- con la atribución de que los familiares y los abogados de aquellos han buscado fundamentalmente hacerse un “negocio” con ello.
Por otro lado, con esas difamaciones se ven afectadas la fe pública en documentos de alta trascendencia como el Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación (Informe Rettig); y la propia labor subsiguiente de los tribunales de justicia que ha logrado juzgar y condenar a varios de los peores criminales contra la humanidad de aquella época. Y más aún, se imposibilita todo basamento ético futuro consensual en el respeto de los derechos humanos fundamentales.
Además, con estas tipificaciones no se está afectando en absoluto la posibilidad de tener un juicio político favorable respecto de la dictadura. Es casi increíble la confusión generada al respecto. ¡Si hasta el liderazgo de la Concertación de Partidos por la Democracia ha tenido un juicio positivo respecto del modelo económico-social legado por la dictadura!; legitimándolo, consolidándolo y perfeccionándolo en sus 20 años de gobierno. Incluso, líderes de aquel conglomerado se han expresado muy positivamente de la obra económica, social y cultural de la dictadura y de Pinochet mismo. Así, por ejemplo, Alejandro Foxley, ha señalado que “Pinochet (…) realizó una transformación, sobre todo en la economía chilena, la más importante que ha habido en este siglo. Tuvo el mérito de anticiparse al proceso de globalización que ocurrió una década después (…) Hay que reconocer su capacidad visionaria (…) de que había que abrir la economía al mundo, descentralizar, desregular, etc. Esa es una contribución histórica que va perdurar por muchas décadas en Chile (…) Además, ha pasado el test de lo que significa hacer historia, pues terminó cambiando el modo de vida de todos los chilenos, para bien, no para mal. Eso es lo que yo creo y eso sitúa a Pinochet en la historia de Chile en un alto lugar” (Cosas; 5-5-2000).
Y Eugenio Tironi ha dicho que “la sociedad de individuos, donde las personas entienden que el interés colectivo no es más que la resultante de la maximización de los intereses individuales, ya ha tomado cuerpo en las conductas cotidianas de los chilenos de todas las clases sociales y de todas las ideologías. Nada de esto lo va a revertir en el corto plazo ningún gobierno, líder o partido (…) Las transformaciones que han tenido lugar en la sociedad chilena de los 90 no podrían explicarse sin las reformas de corte liberalizador de los años 70 y 80 (…) Chile aprendió hace pocas décadas que no podía seguir intentando remedar un modelo económico que lo dejaba al margen de las tendencias mundiales. El cambio fue doloroso, pero era inevitable. Quienes lo diseñaron y emprendieron mostraron visión y liderazgo” (La irrupción de las masas y el malestar de las elites. Chile en el cambio de siglo; Grijalbo, 1999; pp. 36, 62 y 162).
Además, algunos han dicho que solo tiene sentido tipificar y condenar incitaciones al odio, pero no negar la existencia de realidades evidentes. Por supuesto que, por ejemplo, negar públicamente que la tierra sea redonda, o que se han extinguido los dinosaurios, o que Carlos Ibáñez fue presidente de Chile entre 1952 y 1958; no podría ser tipificado y sancionado… No perjudica el honor de nadie; solo la credibilidad de quien efectúa tales afirmaciones disparatadas. Muy distinto es negar la existencia del atroz método de la DINA-CNI de hacer desaparecer personas para siempre. En este caso, la negación del acto criminal ha constituido uno de los mayores agravantes de dichas atrocidades. Se le buscó agregar -¡para toda su vida!- a los familiares el calvario de ni siquiera saber con certeza de si sus familiares han muerto y cómo; y donde están sus restos para, al menos, poder honrarlos. En verdad, debe ser muy difícil generar crímenes más odiosos que la desaparición forzada de personas.
Por ello, el continuar negando hasta hoy dicha realidad, en que aquello se ha confirmado plenamente por el Estado chileno, significa avalar la odiosidad pretendida por quienes diseñaron tales crímenes, y continuar contribuyendo a la efectividad de aquellos y al daño causado en los familiares. Y, por supuesto, no tiene ni la más mínima incidencia en la posibilidad de ejercer el derecho de seguir expresando opiniones positivas sobre el legado económico-social de la dictadura, como lo han hecho Hernán Larraín, Andrés Allamand, Alejandro Foxley o Eugenio Tironi, entre muchos otros. Por todo esto, constituye un proyecto de ley muy positivo el tipificar como delito -al igual que en varios países europeos- el negacionismo respecto de crímenes contra la humanidad. Esperemos, por el bien de nuestro país, que finalmente se apruebe en el Congreso y llegue a ser una ley.