En las últimas semanas, hemos conocido tratativas informales de parlamentarios oficialistas y de oposición ante el Gobierno, con el propósito de conversar la posibilidad de atrasar las elecciones de Gobernadores Regionales para más allá del 2020, argumentando que aún no estarían las condiciones para que esta nueva autoridad ejerza en plenitud en cada una de las 16 regiones del país.
El Ejecutivo trabaja aceleradamente en una agenda de implementación, la que a esta altura no tiene vuelta atrás, tratándose de un asunto en el que desde diversos sectores políticos y sociales están mirando su evolución.
Soy férreo partidario de regionalizar la acción política con las herramientas de la descentralización, pero no debemos engañarnos con la mera aprobación de una elección, que por cierto es necesaria, mas no suficiente para dar un giro definitivo a la forma en como se administra y gobierna un país.
La elección de un representante se define como democracia electoral, lo que constituye la piedra angular de la soberanía del pueblo sobre sus gobernantes. Sin embargo, no cumpliría con las expectativas del 60% de la población nacional que vive, por ejemplo, fuera de la Región Metropolitana, factor que demanda un Gobierno local con atribuciones, competencias y visión de desarrollo local. En palabras simples, autoridades que “corten el queque”.
En este último acápite reviste la principal problemática de la implementación de la ley, como lo es el traspaso o creación de competencias, donde se genera automáticamente una perdida de poder para otros (el poder no se crea ni se destruye, solo se transforma), ya sea para el Gobierno Central como para las autoridades colegiadas elegidas en todas las regiones del país, las que en la actualidad operan con una verdadera doble función: legislan, por un lado, y se convierten en ejecutivos regionales, por el otro, pasando por encima de la administración desconcentrada a la hora de apurar gestiones públicas o privilegiar a sus electores y/o camaradas de partido.
Estas instituciones y autoridades son las que deben desprenderse de poder para entregarlo a una institucionalidad regional que gozará de idéntica legitimidad electoral y, además, debe tener atribuciones para liderar la marcha política y administrativa de la región. Indudablemente en este escenario aflora el legítimo temor, que es perder el sitial de líder o “sheriff territorial”.
El temor radica en la incertidumbre del resultado de una nueva autoridad electoral que romperá 30 años de hegemonía “Santiago-Valparaíso” en lo nacional y, de paso, romperá 30 años de “caciquismo” parlamentario, lo que será reemplazado por el virtuoso triangulo “Santiago-Regiones-Congreso”.
De esta forma, el ejercicio del poder democrático se refuerza en la gestión de sus instituciones representativas, con atribuciones y competencias acordes a la magnitud del desafío de gobernar una región.
En consecuencia, más allá de la fecha de una primera elección, lo que queda por zanjar este 2019 es ver quién es quién a la hora de redactar y votar -ejemplo 1- la ley de responsabilidad fiscal que puede incluir impuestos locales, como, asimismo -ejemplo 2- la atribución de contraer deuda regional para financiar megaplanes de impulso y desarrollo. De esta manera conoceremos a los que piensan en el país versus los que piensan solamente en su poder personal.
El autor es Ingeniero Químico y Máster en Estudios Políticos y Vicepresidente PRI Demócrata