“El espacio es el campo de potencia de los hombres; el tiempo es el campo de su impotencia” –Spinoza
Son tiempos de reflujos y de confusión para Sudamérica. La suerte de efecto dominó que pone ahora a Venezuela en el ojo de la tormenta emocional, luego de que Brasil, Argentina, Nicaragua, Ecuador, en menor medida Honduras, Guatemala y Perú hayan pasado (o sigan transitando) por etapas de crisis política y convulsiones de distintas índoles, marcan un nuevo ciclo geopolítico. Es entendible que las rupturas – electorales o de otro tipo – hayan erosionado de por sí las experiencias heterodoxas y que algunos usen estas circunstancias para tumbar repentinamente toda experiencia alternativa en el continente. Sin embargo, hay que reconocer que el periodo en el cual se abrieron avances muy significativos a lo largo de los últimos quince años y la sintonía de varios proyectos afines a un regionalismo contestatario en el trasfondo de un relajamiento de la realpolitik estadounidense, ha concluido. Como todo giro doloroso, este último desafía a la región para mirarse frente al espejo.
En este periodo precisamente, no resulta fácil encontrar una interpretación crítica y penetrante del momento latinoamericano en las fuerzas en presencia. De modo general, en los aparatos y corrientes políticas, al margen de la estigmatización ofensiva o defensiva que cada campo teatraliza sobre el adversario, las percepciones suelen ser más un campo de disputa y radicalización que de apertura y profundización. El plano mediático está naturalmente atravesado por esta tendencia. Salvo excepciones, uno puede verificar lo que los investigadores del instituto Pew Researchhabían evaluado en su encuesta mediática del 2018 (1): comparativamente, los ciudadanos latinoamericanos son los más frustrados respecto a los contenidos ofrecidos por su ecosistema de medios. Cuando se dan las condiciones de una pluralidad mediática (en proceso de erosión generalizada a nivel continental2, los diversos sesgos que imprimen los medios, desde el énfasis en lo inmediato, la fragmentación de la realidad hasta la manipulación tendenciosa o partisana del relato, hace que el aporte mediático sea muy secundario a la hora de elevar la visión de la sociedad acerca de su propia transformación. No quita obviamente que múltiples medios desempeñan un papel útil y esencial en los países donde han crecido los cercos mediáticos (México, Guatemala, Honduras, Venezuela, Colombia, Nicaragua, Argentina, Brasil).
Pero son sobre todo los contenidos ideológicos de los diversos espacios políticos que nos importan aquí y que asoman por el maniqueísmo que se destila alrededor de las crisis actuales. En torno a Venezuela, donde la saturación psicoemocional es la más intensa, el revanchismo de los sectores antichavistas, recargado ahora por la caída económica real y la mayor precariedad de la población, habilita un pensamiento reptiliano que conduce a avalar cualquier medida susceptible de cambiar de régimen, sin preocuparse del costo a pagar a mediano plazo ni de la base social que se constituyó en la última década. En el campo del oficialismo, el refugio detrás de una cortina de victimización frente a lo que se designa como la injerencia imperial de los Estados Unidos y de sus aliados del grupo de Lima, sirve de escudo para cualquier corrección de la matriz económica y de las medidas arbitrarias emprendidas por un gobierno decidido a monopolizar el poder. Esta misma victimización, bajo supuesto de maniobra imperialista, sirve de velo perceptivo a escala regional para cubrir la represión que desató Daniel Ortega en Nicaragua y proteger el símbolo sandinista.
En el contexto brasileño, entre el nuevo outsider Bolsonaro que apunta por un lado a arrebatar todo resto de corrupción y de “populismo” y por otro lado el arco social movilizado en contra del designado “neofascismo” y la persecución judicial del ex-presidente Lula, uno tiene que recurrir a testigos “externos”, como por ejemplo a André Singer – intelectual destacado (y marginalizado) del Partido de los Trabajadores – o el historiador Perry Anderson, para llegar a una restitución más fiel del por qué Brasil se derrumbó. El derrumbe del movimiento sociopolítico brasileño que se propuso confrontar con una serie de poderes establecidos en el telón de fondo del distanciamiento de Washington y de las condiciones comerciales favorable del momento (commodities), remite naturalmente a una experiencia política con todo su espesor sociopolítico, en la cual el acoso judicial (llevado adelante por diversos campos políticos3) es una variable entre otras.
En Argentina, uno puede observar una misma tendencia a evacuar los esfuerzos de aggiornamiento luego del giro electoral de 2015. Mientras avanza el entreguismo de la alianza Cambiemos, cuyo fracaso económico está unicamente amortiguado por el rescate del Fondo Monetario Internacional – con todo los precedentes trágicos que esto puede representar en la historia argentina y regional – las principales familias políticas huyen hacia adelante en una reconfiguración coyuntural, motorizada esencialmente por las obligaciones electorales. Algo se discute en las estructuras, pero poco se interioriza o profundiza acerca de los debilidades estructurales del itinerario argentino en términos de discontinuidad institucional, de dualidad de sus élites, de reforma política, de dependencia financiera o mimetismo del desarrollo…etc. En estas diversas experiencias, e inclusive al interior de los nuevos regímenes restauradores sometidos al mismo nivel de complejidad sociopolítica, los grados de análisis críticos son escasos o mayoritariamente sesgados y se encuentran sobre todo afuera de los espacios políticos.
No es una novedad que las situaciones de crisis y de conflictos suelan ser acompañados por semejante distorsiones ideológicas. Entre los años 60’ y 70’, la rivalidad Este-Oeste fijaba las posturas de modo binario y abonaba por un lado a las mitologías revolucionaras y tercermundistas, y por otro lado al terrorismo de Estado o el apoyo a regímenes corruptos. Desde el fin de la bipolaridad, la sombra proyectada por la potencia estadounidense, más allá de su reorientación posterior a 2001 y su declive relativo, no ha dejado de alimentar un doble sesgo de persecución y fascinación en los imaginarios latinoamericanos. Últimamente, desde el enfriamiento económico alrededor del 2012 y el retorno a una realpolitik ortodoxa de Washington, estos imaginarios binarios parecen haberse exacerbados. Si bien el tiempo geopolítico se ha inclinado hacia una multipolaridad incipiente (visible por ejemplo en el conflicto venezolano), el campo opuesto se encuentra a la vez estigmatizado, demonizado, al igual que en los tiempos de Guerra fría. Muchas veces se instrumentaliza la imagen del otro con fines psicopolíticos. En la práctica, las intrusiones o las torpezas del adversario, siempre presentes en un mundo tan caótico como dinámico, sirven muchas veces de substituto para eludir un esfuerzo de ascesis intelectual y de pensamiento propio.
Este empobrecimiento de las percepciones pone en el tapete otros elementos en el trasfondo político-cultural del continente. Uno de ellos tiene que ver con la solidez de las identidades y de las fuerzas políticas en el seno del incesante flujo de transformaciones traídos por la globalización. En el “capitalismo de imitación” que subyace a todos los países de la región (resaltado en la obra de Raúl Prebisch), se ha inducido una matriz de desarrollo que, si bien presenta una cercanía visceral con la matriz occidental, no ha logrado absorber plenamente los ingredientes culturales y económicos situados a la raíz del modernismo. Absorber este modernismo no significa adoptar linearmente el capitalismo como forma de explotación o colonización. Significa sobre todo aggiornar su estructura cultural y conceptual, resistiendo a la erosión de su propia identidad, para cobrar mayores niveles de potencia genuina y capacidad de negociación hacia afuera. No es una casualidad que este dilema haya sido más sorteado por los países con fuertes identidades nacionalistas y altas capacidades de adaptación (Japón, Vietnam, China, Turquía, Irán, Indonesia por ejemplo). En América Latina, este dilema vigente sigue originando una alternancia muchas veces brutal entre fases de modernización forzada (semejante al momento actual) y momentos de relativismo disidente o de repliegue identitario. Las experiencias heterodoxas, como las opuestas, se chocaron y siguen chocando naturalmente contra este punto. Formaron parte de su contradicción, lo cual vuelve a poner arriba del tapete la consistencia y el dinamismo de las élites del continente. Esta introspección es clave porque se trata de analizar como estas experiencias, inéditas a nivel internacional, pudieron encarar una confrontación con una matriz de poder dominante e instalar nuevas resistencias.
En la práctica, si bien las presiones externas son muchas y no paran de poner trabas en el camino, los proyectos contestatarios que se concluyeron estos últimos años se tropezaron casi todos con tres obstáculos endógenos: el embudo del enfriamiento de la economía global y el desafío de salir del mito rentista de los commodities; la dificultad para percibir más profundamente las debilidades y la evolución de su matriz social y a partir de ahí ampliar su base popular sorteando los antagonismos internos; la comprensión, desde una perspectiva más realista y pragmática, de la evolución del tablero internacional y el distanciamiento con ciertas percepciones residuales. En este sentido, la crisis venezolana condensa estas tres dimensiones: el agotamiento del mito del Estado rentista petrolero (anunciado anteriormente y verificado en otras latitudes), en el telón de fondo de una polarización social interna, de ausencia de alternativa política real y de inviabilidad para la potencia tutelar del Norte de movilizar su hard powermilitar (nada más que quirúrgicamente), sino de debilitar por todas las vías posibles a un área que no es de interés estratégico para ella sino más bien una zona de perturbación de la seguridad y estabilidad regional.
En el momento actual se extraña a los Rodolfo Walsh, los Marc Bloch, los Raymond Aron o los Georges Orwell entre otros, todos personajes que supieron interpretar la debilidad intelectual y la capacidad de adaptación como elemento central de la derrota o del caos. Es necesario salir de una lógica donde los fundamentos ideológicos tienden a ensimismarse y transformarse en substituto de la realidad, un rasgo similar a lo que atravesaba las luchas revolucionarias de los 60’-70’ y que se reproduce como atavismos en la polarización actual del espectro político. No se trata de promover una postura neutra o meros diagnósticos. En el fondo, se trata de elevar una sociedad a la altura de sus desafíos en pos de encarar estratégicamente un proyecto de transformación a largo plazo, poniendo las imprescindibles ideologías en un lugar adecuado.
- José Natanson, Sobre el lawfare, https://www.pagina12.com.ar/149041-sobre-el-lawfare