El odio y la rabia están diseminados en nuestra sociedad, toda ella desgarrada. Quien nos gobierna no es un presidente sino una familia, cuya característica principal al utilizar las redes sociales es el lenguaje chulesco, los comportamientos groseros, la difamación, la voluntad de destruir biografías, la distorsión consciente de la realidad y la ironía, y la satisfacción sobre la desgracia del otro, como en el caso de la muerte del pequeño Arthur, de siete años, nieto del expresidente Lula. Después del carnaval, el presidente mismo publicó en su twitter material pornográfico escandalizante.
Los sentimientos más perversos que anidan en el alma de los seguidores del actual presidente y de su familia han salido a la superficie. Los críticos no son vistos como adversarios sino como enemigos a quienes hay que combatir.
Los Bolsonaro violan la ley áurea, presente en todas las culturas y religiones: «no hagas al otro lo que no quieres que te hagan a ti». Como vivimos, según el eminente jurista Rubens Casara, en un Estado posdemocrático –peor aún, en un Estado sin ley– podemos entender el hecho de atropellar la Constitución, pasar por encima de las leyes e incluso, anular una ética mínima que da cohesión a cualquier sociedad. Estamos a un paso de un estado de terror.
Son adecuadas las categorías del conocido psicoanalista inglés Donald Winnicott, un clásico en el estudio de las relaciones parentales de los primeros años del niño, para entender un poco lo que nos parece ser algo patológico. Según él, la ausencia de una madre bondadosa y la presencia de un padre autoritario marcarían en sus familiares comportamientos desviados, violentos y falta de percepción de los límites. Tal vez esta base psicológica subyacente nos aclararía un poco sobre la truculencia de los hijos y el impudor del propio presidente al poner en su twitter una obscenidad sexual. Sin embargo, un país no puede estar regido por portadores de semejantes patologías que generan una inseguridad social generalizada, además de reforzar una cultura de la violencia, como ocurre actualmente.
Contra esta cultura de la violencia proponemos la cultura del cuidado, uno de los ejes estructuradores del citado psicólogo Winnicott. La categoría cuidado (care, concern) se presenta como un verdadero paradigma. Posee una remota ancestralidad, contada por el esclavo Higino, bibliotecario de César Augusto, en su fábula nº 220. El cuidado constituye también el núcleo central de la obra mayor de Martin Heidegger Ser y Tiempo ($ 41 y 42). En ambos, se afirma que el cuidado es de la esencia del ser humano. Sin el cuidado de todos los factores que se combinaron entre sí, jamás habría surgido el ser humano. El cuidado es tan esencial que si nuestras madres no hubieran tenido el infinito cuidado de acogernos, no hubiéramos tenido cómo dejar la cuna y buscar el alimento necesario. Habríamos muerto de hambre.
Bien escribió otro psicoanalista, éste norteamericano, Rollo May: «En la actual confusión de episodios racionalistas y técnicos, perdemos de vista al ser humano. Debemos volver humildemente al simple cuidado. Es el mito del cuidado, y sólo él, lo que nos permite resistir al cinismo y a la apatía, las enfermedades psicológicas de nuestro tiempo» (Eros y represión, Vozes 1982: 340).
Todo lo que hacemos viene, pues, acompañado de cuidado. Todo lo que amamos también lo cuidamos. Todo lo que cuidamos también lo amamos. El cuidado es tan esencial que todos lo comprenden porque todos lo experimentan en cada momento, sea al atravesar la calle o al conducir el coche, sea con las palabras que dirigimos a otra persona.
Mediante el cuidado se expresan dos sentidos básicos. Primero, significa una relación amorosa, suave, amigable y protectora hacia nuestro semejante. No es el puño cerrado de la violencia. Es la mano extendida para una alianza de vivir y convivir humanamente.
En segundo lugar, el cuidado es todo tipo de implicación con aquellos que nos son cercanos y con el orden y el futuro de nuestro país. Implica cierta preocupación porque no controlamos el destino de los demás y del país. Quien tenga cuidado no duerme, decía el viejo Vieira.
Finalmente, observó Winnicott, el ser humano es alguien que necesita ser cuidado, acogido, valorado y amado. Simultáneamente es un ser que desea cuidar, como queda claro con nuestras madres, ser aceptado y ser amado.
Este cuidado de unos por otros y de todos por todo lo que nos rodea, la naturaleza y nuestra Casa común refrena la violencia, no permite la acción devastadora del odio que ofende y mata, y es el fundamento de una paz duradera.
La Carta de la Tierra, asumida por la ONU en 2003, nos ofrece una de las más verdaderas comprensiones de la paz: “es aquella plenitud que resulta de las relaciones correctas con uno mismo, con otras personas, otras culturas, otras vidas, con la Tierra y con el Todo mayor del que somos parte” (nº 16, f).
En el actual momento de nuestro país, atravesado por odios, palabras ofensivas y exclusiones, el cuidado es imperativo. En caso contrario profundizaremos la crisis que nos está asolando y restringiendo nuestro horizonte de esperanza.