La Alameda y un nuevo capítulo de mitópolis

  • 28-03-2019

En el libro “Crónicas del Centenario”, Joaquín Edwards Bello relató, como siempre en pulcra crónica y con aguda ironía, que la primera piedra de un monumento proyectado para homenajear a Camilo Henríquez en la plaza Brasil, allá por 1910, más que nada “obedeció a la imperiosa necesidad de dar ocasiones a los oradores para que arrojaran las primeras piedras de palabras acumuladas”. En efecto, de la escultura nunca más se supo, pese a los pomposos discursos y a las encopetadas autoridades nacionales y extranjeras que dieron fe del compromiso de resguardar la memoria del prócer.

Poco más de una centuria más tarde, ya sin pantalones de fantasía ni levita, aunque hablando con la misma soltura de sus pares de antaño, nuevas autoridades anunciaron urbi et orbi un ambicioso proyecto para remodelar la principal avenida capitalina: “Vamos a recuperar la Alameda y Providencia para los peatones, ciclistas y el transporte público”. Si bien no se dispuso ninguna primera piedra, varias conferencias de prensa, artículos de opinión, fotografías y maquetas digitales se diseminaron profusamente con la buena nueva, para cuya materialización se indicó que la empresa responsable de las obras se adjudicaría un contrato por un monto estimado de tres mil millones de pesos.

Pues bien, desde las mismas oficinas donde hace cuatro años un ministro de Bachelet dijo que “se trata de un proyecto de largo aliento, que va más allá de un Gobierno” (sic), hoy se cachetea a la ciudadanía, al menos a la de Santiago, cuando una autoridad de la administración Piñera sentencia que no habrá tales obras en la Alameda. La perplejidad aumenta si consideramos que recién tres semanas atrás, aun dando cuenta de los problemas que presentaba, la actual Intendenta de Santiago señaló que el proyecto es “una muy buena idea, hay que pensar en un eje estructurante de la ciudad y mucho más amigable, que no sea solo cemento, que puedan convivir los diferentes tipos de movilidad”. Así, las cosas no terminan de cuadrar.

Nacido de una cañada que fue el límite sur de la ciudad colonial, Bernardo O’Higgins, con su propia mano, dibujó parte de lo que sería el delicioso paseo de la Alameda, refrendado con sendos decretos de 1818 y 1821. No pasó mucho tiempo y ya los residentes de Santiago lo transformaron en el principal espacio de sociabilidad, como quedó plasmado en crónicas, artículos, pinturas y en dos de las principales novelas de la literatura nacional: Martín Rivas y Casa grande.

La imagen de una Alameda siempre sonriente, bullanguera, repleta de paseantes, donde el aristócrata, el comerciante y el patipelado se miraban cara a cara, sobre todo en los días de la fiesta dieciochera, la navidad o el año nuevo, es lo que llevó al escritor Carlos Franz a señalar que esa ancha avenida pudo representar, al menos a principios del siglo XX, el mito de la urbe armoniosa, el sueño de encontrarnos ante la Ciudad de los Césares.

No es menos cierto, en todo caso, que en los albores de la lucha social también la Alameda supo de represión y muerte violenta, como para la Huelga de la Carne de 1905, tal cual lo testimonió en “Hijuna” el profesor novelista Carlos Sepúlveda Leyton: “Las banderitas chilenas de las lanzas se tiñeron totalmente en rojo de sangre”. De hecho, en parte, tales acontecimientos motivaron a la elite santiaguina a emigrar desde los barrios Dieciocho o República hasta los faldeos cordilleranos.

Hacia la década de 1940, cuando la capital llegó al primer millón de habitantes y ya los motores rugían por centenas, las autoridades de entonces ensancharon las calzadas de la Alameda para dar cabida a buses y automóviles, sacaron la Pérgola de las Flores y otras edificaciones, y el antiguo lugar de encuentro ideado por O’Higgins se transformó de paseo en lugar de paso. Entre medio, en las orillas de la avenida principal se instalaron algunas de las más importantes instituciones culturales, políticas y sociales del país, que se sumaron a la colonial iglesia de San Francisco, así como a la sede de Gobierno, el Palacio de La Moneda, le realzaron su cara sur, precisamente la que mira a la Alameda.

Más acá en el tiempo, con Santiago hecha una megalópolis cuyo principal eje urbano es la Alameda, la que soporta diariamente sobre un millón de personas que la recorren en superficie o bajo tierra en el tren subterráneo, en el contexto de una ciudad cada vez más fragmentada, surgió la idea de modificar la ya caótica situación. Ahí fue que se habló de devolverle a la antigua cañada, al menos en parte, su impronta de paseo público.

En eso estábamos, anhelantes de ver y disfrutar el nuevo rostro de la Alameda, cuando ahora nos dicen que las cifras no cuadran, que no existen los fondos, que los diseños están mal hechos. Las autoridades se culpan unas a otras: que las anteriores vendieron humo y que las actuales son contradictorias. Y al medio, una vez más, la ciudadanía, así como recordamos las irónicas frases con que Edwards Bello se mofaba de quienes vendían pomadas, hoy parafraseamos a Condorito: ¡exigimos una explicación!

 

El autor es periodista, profesor, Fundador y Presidente Cultura Mapocho y Director Letra Capital Ediciones

 

 

 

 

 

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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