Uno podría pensar que la sede (y presidencia) de Chile para la vigesimoquinta Conferencia de las Partes (COP25) de la Convención Marco de Naciones Unidas para el Cambio Climático (CMNUCC), pocas semanas después de que el Gobierno de Piñera se restara de firmar el Acuerdo de Escazú, sólo podría justificarse por la urgencia de cubrir el vacío dejado por la renuncia de Bolsonaro a ejercer ese rol comprometido con anterioridad por el gobierno de Brasil.
Y seguramente hay harto de eso, combinado con el exhibisionismo de Piñera, pero sin duda la opción de Chile se sostiene en un escenario internacional propicio, especialmente en América Latina, región que tenía por derecho la máxima prioridad para ser sede de la COP, que se desarrollará en Santiago entre el 2 y el 13 de diciembre.
Es que en el actual escenario internacional de emergencia de movimientos y gobiernos de ultraderecha, con rasgos de fanatismo religioso y con un anacrónico escepticismo frente al cambio climático -con Trump liderando a nivel global y Bolsonaro en América Latina-, la derecha tradicional se concentra en intensificar sus principios económicos de privatización y mercantilización de bienes públicos y recursos naturales, aspectos centrales a la hora de enfrentar las problemáticas ambientales, y especialmente el cambio climático. Y en esto, Chile representa un modelo a seguir, considerando las políticas neoliberales establecidas a partir de la dictadura y profundizadas durante los sucesivos gobiernos de la Concertación y la derecha.
El Estado de Chile, resguardado primero por un sistema represivo brutal, y luego por los amarres institucionales dejados por la dictadura y la complicidad de la clase política, aseguró estos principios neoliberales que habrían sido imposibles de establecer en un sistema genuinamente democrático (o en dictaduras menos disciplinadas que la chilena en lo político-económico, que dejó este componente en manos de los Chicago Boys): privatización y traspaso a grupos económicos y multinacionales del agua y las sanitarias, de la energía en todas sus etapas (generación, transmisión y distribución), de la producción e industria de alimentos, de buena parte la gran minería metálica y no metálica, las carreteras, el transporte público, el suelo urbano, etc.; y liberalización del comercio, mediante la firma compulsiva -récord mundial- de tratados que sacrifican gravemente la soberanía nacional y territorial, y favorecen el modelo extractivista, con toda su carga de impactos ambientales y violaciónes de derechos.
Por otro lado, la opción y el respaldo internacional a Chile como sede de la COP contrasta con el magro desempeño ambiental de nuestro país, en particular en relación al cambio climático, donde muestra altos niveles de emisión per-cápita de gases de efecto invernadero (considerando además que no es intensivo en producción de combustibles fósiles) y un modelo de producción y ocupación del suelo que intensifica los altos niveles de vulnerabilidad que exhibe frente al calentamiento global: una matriz energética altamente carbonizada, millones de hectáreas de plantaciones de árboles exóticos y monocultivos industriales altamente demandantes de agua que sustituyen bosques nativos, una expansión urbana sin control, un parque automotor exacerbado y en permanente crecimiento; y entre los impactos más relevantes tenemos una fuerte sequía, escasez de agua y erosión en amplias zonas del territorio, fenómenos climáticos extremos (lluvias intensas, olas de calor, aluviones), derretimiento y reducción generalizada de masa de glaciares, entre otras evidencias. En un próximo artículo abordaremos estos aspectos en mayor profundidad.
Lagos, el impostor
Resulta paradigmático que el ex-presidente Lagos reaparezca en el escenario público como una voz autorizada sobre políticas para enfrentar el cambio climático.
Su gobierno (2000-2006) es sin duda el que exhibe peor desempeño ambiental desde el término de la dictadura civil-militar, incluyendo el primer gobierno de Piñera, incumpliendo todos los compromisos que había adquirido, tanto de mejoramiento de la institucionalidad y capacidad del Estado para desarrollar gestión ambiental, como de implementación de instrumentos específicos (normas y planes de descontaminación), desencadenándose un historial de crisis y conflictos ambientales, como el aumento generalizados de la contaminación atmosférica en las ciudades del país, así como en los cuerpos de agua, incluyendo la muerte masiva de cisnes en el río Cruces (2004).
Durante su gobierno se culminó el proceso de privatización de las empresas sanitarias del país; se concesionó las principales carreteras del país y se impulsó el desarrollo de autopistas concesionadas dentro de la ciudad (factor importante del aumento del uso del auto particular); se aprobó la Ley corta que permitió la concentración de cuotas de pesca en las empresas del grupo Angelini (2001-2002).
Aun cuando durante su gobierno se ratificó la firma del Protocolo de Kioto por parte de Chile (2002), esto derivó sólo en que el Gobierno implementara eficazmente una verdadera maquina de hacer negocios privados a partir de proyectos de dudosa calidad financiados mediante mercados de carbono, mientras por otro lado subsidiaba el uso del petróleo.
Aparte de tomarse una foto con Kirchner frente al glaciar Perito Moreno (2003), Lagos no hizo nada efectivo para proteger las masas de hielo que, a lo largo de todo nuestro país, nos aseguran la provisión permanente de agua, tanto para uso humano como para la estabilidad de los ecosistemas. Por el contrario, terminando su mandato (2006), aprobó el megaproyecto minero Pascua Lama (suspendido hasta ahora) de la canadiense Barrick Gold, que afectaría gravemente a un conjunto de glaciares en la cabecera de la cuenca del río Huasco.
Con este prontuario, al abandonar la presidencia, Lagos fue “premiado” con el nombramiento de enviado especial de la ONU para el cambio climático (2007), cargo que en lugar de ocupar para promover cambios radicales en las prioridades de las políticas de los gobiernos, dedicó más a hablar a los empresarios sobre las oportunidades de negocio que ofrece la crisis climática.
Es así como en este país desmemoriado, más de una década después, Ricardo Lagos puede resurgir como un adalid de la acción climática ciudadana, a la cabeza de su Fundación Democracia y Desarrollo y su programa “Cambia el Clima”, apoyado por un grupo de empresas privadas y con un consejo asesor compuesto por algunos miembros de centros académicos que saben que la ciencia no es neutra y que ahí están jugando dentro del mismo sistema, para que el clima siga cambiando.
Finalmente, como no, Lagos es incluido en el Comité Presidencial de la COP25, dándole “peso” a la alicaída plataforma político-institucional para enfrentar la cumbre, con un gobierno que no tiene vergüenza -en un acto de abierta subordinación a intereses privados- en pedir a las grandes empresas y grupos económicos financiar 55 de los 90 millones de dólares que costará la COP25, y asignar a una fundación privada la gestión de la totalidad de los recursos públicos y privados obtenidos de donaciones dentro o fuera de Chile para este propósito.
De esta manera asume el establishment político y económico chileno la próxima COP25, y una vez más los movimientos sociales, necesariamente multisectoriales (no es tarea de ambientalistas), tenemos el desafío de levantar las demandas de los territorios, esta vez de todo el planeta, acogiendo a representantes de organizaciones y movimientos de muchos lugares del mundo en la Cumbre de los Pueblos y en las múltiples expresiones de intercambio y movilización que tendrán lugar en diversos espacios, antes y durante la cita en Santiago, para exigir los cambios políticos y económicos estructurales que urgen para revertir el cambio climático y sus graves consecuencias.