Había temor en Europa por un supuesto gran avance de la ultraderecha en las últimas elecciones del Euro-parlamento, algo que finalmente ocurrió, pero moderadamente. Tal como fue evidente, se produjo una reducción en los apoyos a populares y socialdemócratas y también fue sustantivo el auge de opciones que muestran, si se permite la simplificación, distintas maneras de adherir a las ideas de derecha e izquierda, con los excelentes y sorpresivos resultados de liberales y verdes.
El resultado en cada país estuvo muy determinado por las coyunturas locales, de lo cual es prueba el buen resultado de la ultraderecha en Italia y Francia por el auge y decadencia de sus jefes de gobierno, respectivamente. Pero más allá de estos hechos puntuales, el mapa continental completo muestra que, aunque la votación de este sector no se disparó, sí lo consolidó como un actor insoslayable en la política europea. El dato es relevante por la influencia histórica de los sucesos de ese continente en este lado del mundo y porque además asistimos a procesos globales donde, cuando hablamos de lo que sucede en otras partes, también estamos hablando en cierto modo de nosotros mismos.
Si bien la extrema derecha europea surgió en Francia durante la década del ’80 con el liderazgo de Jean Marie Le Pen, hoy se la puede encontrar en todo el continente. Integra los gobiernos en Italia, Austria, Bulgaria, República Checa, Polonia, mientras es un actor influyente en Hungría, Suecia, Holanda o Bélgica. Cada uno de los procesos y las características de estos grupos han sido muy particulares y hasta ahora no se puede hablar de una corriente cohesionada, aunque sí comparten duras críticas al orden forjado por la Unión Europea, acusándola de los males que padece el Pueblo y de lo cual se ha instalado desde el otro lado la descalificación de “populistas” para referirse a sus ideas. Ahora que serán una bancada, es posible que se avance hacia una mayor vertebración en sus proyectos y propósitos.
Hemos dicho muchas veces que la ultraderecha ha encontrado su caldo de cultivo en la crisis de 2008 y en la incapacidad de los partidos tradicionales en encontrar respuestas desde el gobierno y desde la doctrina a los efectos indeseables de la globalización en general, y de la organización de la Unión Europea en particular. La crisis económica, la inmigración, el debilitamiento del Estado de Bienestar y la creciente desigualdad son fenómenos reales en Europa, nadie los ha inventado y han ocurrido bajo los gobiernos de los partidos tradicionales. Todo aquello produce miedo en la población y, frente a ello, han encontrado a actores políticos que, en medio del silencio, han dicho algo simple y elocuente: la culpa es de la Unión Europea.
No se puede entender el auge de la ultraderecha sin la responsabilidad de los partidos tradicionales, pero si se estudia la votación de los últimos lustros se podrá comprobar con sorpresa que el crecimiento de ese sector ha sido más a costa de la decadencia de la socialdemocracia que de los partidos de la derecha tradicional. En países, regiones e incluso en distritos específicos, se ha podido ver con bastante precisión cómo el voto socialdemócrata se volvió voto de extrema derecha, por ejemplo en Francia, Italia, Alemania, Holanda o los países escandinavos.
Es una pregunta válida para Europa, pero también para Estados Unidos y Sudamérica: cómo un voto duro con identidad de clase obrera que se expresó de manera decidida durante décadas, devino de pronto en opciones extremas de otro signo que sí tenían respuestas para la precarización del trabajo, la desigualdad y en general, los efectos de la globalización, mientras los partidos socialdemócratas implementaban y defendían acríticamente políticas de tipo neoliberal que no correspondían su doctrina histórica. La votación de Marine Le Pen proviene en buena parte de esa vertiente, tal como la de Donald Trump, quien obtuvo un fuerte apoyo en las zonas obreras de los ex estados industriales de Estados Unidos, antes voto duro demócrata. En Sudamérica, partidos con una larga tradición socialista y socialdemócrata como el APRA peruano, el PSDB brasileño o incluso el PS chileno, han implementado políticas neoliberales, aunque todavía es una tarea germinal establecer vínculos entre estas decisiones doctrinarias y de gobiernos y el auge de la ultraderecha en esta parte del mundo.
Lo que sí sigue siendo cierto es que las corrientes políticas deben encontrar respuestas para los votantes, para el electorado y no solo para los poderes económicos y mediáticos de turno. Los partidos que solo le hablan a la élite dejan el camino despejado para que otros avancen a costa de respuestas fáciles a problemas complejos, como lo ha aprovechado la ultraderecha.