Aquel parecía un golpe de Estado más en el marco del turbulento proceso político que medió entre la caída de Carlos Ibáñez del Campo y la instauración del gobierno de 100 días de Carlos Dávila. Por entonces, los gobiernos caían y otros eran instaurados en sucesión de “golpes” de Estado incruentos, sin muertos, detenidos-desaparecidos, torturados, exonerados o exiliados políticos, dolor que conoceríamos décadas después.
En diversos casos, una suerte de montonera popular y militar aparecía respaldando a determinados líderes políticos que, asistidos de una suerte de convicción de poder, se proponían “salvar a la Patria”. Así respaldados, solían presentarse en el palacio de La Moneda solicitando “republicanamente” al Presidente abandonar su alto sitial pues ellos se iban a hacer cargo del gobierno y del Estado. De ese modo, instalaban en la casa de Toesca lo que ya venía cocinado desde los salones del Club de la Unión, del Club de Septiembre o del Club de la República: un nuevo gobernante.
En algunos casos, el defenestrado solía firmar su renuncia y salía de palacio; en otros, y sin más apoyo que el de su familia, se retiraba a la amorosa lumbre del hogar. Incluso, hubo ocasiones en que al gobernante se le detuvo y deportó… aunque sólo fuera por un tiempo. Entonces, los advenedizos presentaban a los miembros de su nuevo gabinete y pedían -por telegrama- la renuncia de todos los altos funcionarios y embajadores del régimen anterior. Todo esto invocando la Constitución de 1925, pero pasándole por encima no sólo a la Carta Fundamental, sino también a un pasivo Congreso Nacional. Es lo que sucedió con quienes declararon a Chile como República Socialista, antecedente directo del nacimiento del Partido Socialista, 10 meses después.
Todo comenzó el viernes 3 de junio de 1932, al atardecer, cuando un emblemático avión pintado de rojo fue causando asombro en los viandantes santiaguinos al sobrevolar a baja altura la capital, mientras lanzaba al aire una lluvia de volantes. Allí se llamaba a los trabajadores a reunirse al día siguiente, sábado 4 de junio (“a eso de las 4 de la tarde”, rezaba el escrito) para dar su irrestricto apoyo a las tropas que llegarían desde la base aérea de El Bosque a tomarse La Moneda e instaurar, sin más, la República Socialista de Chile.
Por ese entonces, mientras la crítica situación del Estado y la hacienda pública empeoraba día a día, el sillón de O’Higgins estaba ocupado por el abogado Juan Esteban Montero, radical y masón, quien gobernaba con el apoyo del partido Conservador, sectores liberales y empresariales. Al final de la tarde de aquel sábado frío, los revolucionarios efectivamente no sólo llegaron a la sede de gobierno, sino que subieron sin ninguna dificultad hasta el despacho presidencial. “Su Excelencia -le dijo a Montero el Comodoro del Aire Marmaduque Grove, quien venía a la cabeza de los alzados- estamos aquí para tomarnos el poder”. Montero preguntó a su ministro del Interior con qué fuerzas contaban. “Ninguna, Excelencia”, le dijo el ministro. Entonces, Montero se incorporó, tomó su sombrero y se retiró en silencio del palacio presidencial. Donde mismo se inició la República Socialista.
Encabezada por Arturo Puga, Carlos Dávila y Eugenio Matte, y teniendo como líder militar a Marmaduque Grove, la República Socialista sobrevivió tan sólo 12 días, siendo derrocada por el propio Dávila, en una suerte de “golpe” interno. No obstante, su impronta alcanzó para dictar algunos decreto-leyes históricos, como el que daba vida al Comisariato (de Subsistencias y Precios), promulgado en agosto del 33 ya durante el breve período de Dávila, el que a su vez permitiría, 40 años después, el funcionamiento de las Juntas de Abastecimiento y Precios (JAP), durante el gobierno de la Unidad Popular.
Además, entre varios otros de orden administrativo y procedimental del Estado, se ordenó la devolución gratuita de los implementos de trabajo empeñados por los empobrecidos chilenos en la Caja de Crédito Prendario, la popular “Tía Rica”, en medio de la crisis que golpeaba doblemente a las masas empobrecidas. Hay que recordar que debido a la gran depresión económica mundial y al éxodo a Santiago de decenas de miles de obreros del salitre por el cierre de las oficinas en el norte del país, el proletariado sobrevivía prácticamente de la caridad pública en las calles y la periferia de la ciudad, por donde, junto a ellos, circulaba un sordo descontento político, económico y social.
En ese marco histórico-político eclosionaba la efímera República Socialista de los 12 días, como respuesta a una profunda disconformidad y rabia acumulada que, sin embargo, no sólo destilaba en Chile. Porque la crisis del capitalismo ya dibujaba en el horizonte internacional una Europa debilitada y una Alemania donde, debido a razones similares y otras específica, también crecían la frustración, el descontento y la desesperanza. Y con ellos crecía el poder del Partido Nacional Socialista de los Trabajadores, el que alcanzaría el poder al año siguiente, en marzo de 1933. Lo lideraba un austríaco de mirada afiebrada, audacia ilimitada y bigotito chaplinesco sobre unos labios que vomitaban odio. Su nombre era Adolf Hitler.