“Estamos peor pero estamos mejor,
porque antes estábamos bien pero era mentira.
No como ahora que estamos mal pero es verdad”.
(Escrito en una pizarra de la ciudad, octubre 2019).
Los estallidos de protesta social no suelen tener fecha agendada, por cierto, pero tampoco suelen ser ni inexplicables ni irracionales.
A lo largo de la postdictadura y particularmente desde los años 2004 y 2005 en adelante, numerosos movimientos sociales han emergido en la arena pública: por una educación pública de calidad, por el agua y por el medioambiente, por sistemas de previsión y de salud dignos y solidarios, por la igualdad de derechos de las mujeres y en contra de la violencia patriarcal, y por los derechos culturales y políticos de los pueblos originarios, entre otros. Todos ellos, si los miramos en perspectiva, eran por demandas que podrían calificarse de sectoriales o de grupos en específico, pero tenían algo en común: una crítica profunda tanto a un modelo neoliberal, competitivo e individualista de sociedad, como a los partidos políticos tradicionales, que veían distanciados de la mayoría y coludidos con los intereses de las grandes empresas nacionales y transnacionales. Dichas organizaciones y movimientos fueron elaborando, además, en su misma práctica y activismo, diagnósticos y propuestas claras y conectadas: la necesidad de reformar la Constitución y por lo tanto la manera en que funcionan la representación política y la toma de decisiones, el reemplazo del principio de subsidiariedad por el de solidaridad, y el poner límite a la codicia infinita de quienes parecen ser los dueños de todo, y querer aún más.
Quizás la mayoría de quienes hoy salen a la calles y protestan en Chile, no son miembros ni activistas de las organizaciones estudiantiles, sindicales, gremiales, locales y ciudadanas que paulatinamente han ido construyendo esa crítica al modelo dominante y esas propuestas de cambio. Sin embargo, parece claro que paulatinamente han hecho propia esa interpretación de nuestra realidad. La masividad de ese apoyo, además, se explica porque la desigualdad de derechos, oportunidades e ingresos y la expoliación legalizada, afectan transversalmente a nuestra sociedad. La situación es mucho más grave y dramática en el caso de los sectores más pobres, por supuesto, pero la llamada nueva clase media (aquella que apenas se empina sobre la línea de la pobreza), las clases medias consolidadas y la clase media alta, también viven cotidianamente las triquiñuelas de su aseguradora privada de salud, y los altos precios de los medicamentos, del transporte o los alimentos. Han cobrado conciencia, por dar otro ejemplo relevante, que la promesa que las administradoras de fondos previsionales privadas (vulgo AFPs) –que en la década de 1980 prometieron que las personas se retirarían con el 80% o 90% de su sueldo—era falsa. Muchos que hoy no son pobres, serán pobres cuando lleguen a la vejez. Y un ‘bono’ más o uno menos, no mejorará su situación.
Creo que si estas masivas protestas ciudadanas no tienen un liderazgo tradicional o clásico, si no hay un líder personalista o una organización o partido que las convoque o de alguna manera las maneje, no es porque sean puro espontaneísmo o masas irracionales, sino porque no lo necesitan. O mejor dicho, porque no lo necesitamos. Si algo fuimos aprendiendo desde fines del siglo XX –desde el ocaso de los así llamados metarrelatos constructores de realidad– es que somos capaces de reflexionar, aprender y proponer en colectivo y desde nuestra propia experiencia y nuestras propias lecturas, sin la guía de un padre que nos ordene, sin ese líder que nos diga qué hacer. Sí, este movimiento es de estudiantes, y también de nuestros pueblos originarios, y de ambientalistas y feministas, y obreros, obreras, empleados y empleadas y profesionales. Y si este movimiento resiste la represión de los agentes del Estado, y si desconoció un toque de queda y se paró con una cacerola y una cuchara de palo frente a militares armados, es porque antes estábamos bien, pero era mentira, y ahora estamos mal pero estamos mejor, porque es verdad. Es imposible saber qué ocurrirá mañana, pero las luchas que han precedido esta gran manifestación del pueblo chileno, permiten tener la esperanza de que este movimiento seguirá activo –en las calles o en otras instancias, con mayor o menor intensidad, y como lo ha hecho durante los últimos veinte años– como lo dice otro de sus lemas: ‘hasta que valga la pena vivir’.