La protesta social en Chile, largamente acallada, ha salido de las catacumbas instalándose en el mundo de los vivos -ojalá- para quedarse. Una población sale sin miedo a las calles y la evaluación del Gobierno es absoluta: “una destrucción increíble, violentistas, delincuentes, lumpen, quemando edificios, asaltando supermercados. Eso no es lo que quiere Chile, no es lo que merece Chile” .
La ex-ministra secretaria general de Gobierno Cecilia Pérez, encuentra eco en varios sectores de la sociedad cuando se expresa respecto a aquellas conductas que no responden a la “buena” forma de hacer las cosas. De este modo, el pensamiento colectivo se presta una vez más para evaluar moralmente el desempeño político del llamado “lumpen”.
La idea de lumpen ha sido históricamente problemática para diversos sectores político partidistas. Un grupo ingobernable, sin nombre y sin ley, que no obedece a lealtades ni pactos, se deja llevar por sus propios intereses y no vela por el colectivo… O eso nos han contado. No obstante, esa masa amorfa y sin dirección política es usada en el debate público desde un sentido que obtura un modo específico de relación a lo político, es decir, de cómo un sujeto se vincula a sus semejantes en la historia un territorio.
Si observamos nuestros últimos 30 años de vida, notamos que la ampliación de los márgenes urbanos se enlazan a las transformaciones sociopolíticas llevadas a cabo en nuestro país. En consonancia con el proyecto neoliberal, la construcción de espacios habitables en Chile se ha regido por la reproducción de la lógica centro-periferia, emergiendo paralelamente una convicción en la población: vivir más cerca del centro implica ser mejores que antes. Si bien esa creencia no es errada per se, pues justamente todos anhelamos vivir mejor, sí se equivoca cuando ubica geográficamente un juicio moral sostenido sobre el esfuerzo individual como un bastión de lucha por la sobrevivencia, en primer término; junto con el logro del éxito socioeconómico, en segundo.
Pensar el problema de nuestra disposición urbana desde la lógica del esfuerzo y el sacrificio nos obliga gozosamente a defendernos, aislarnos y luchar contra los otros que, de acuerdo a los principios del libre mercado, buscan incansablemente las oportunidades de oferta y demanda y encontrar, así, un lugar alto en la pirámide del poder socio-económico.
Con estos discursos en circulación, diversas comunidades se ven tensionadas por discusiones álgidas entre vecinos y familiares durante el desarrollo de las recientes manifestaciones sociales. La contradicción instalada fuertemente, no sólo por la rápida y radical respuesta represiva del Estado al estallido social, sino por el cerco comunicacional que infunde angustia y miedo mediante la transmisión de imágenes de violencia por parte de “los mismos de siempre”; hace que en Chile las confianzas y alianzas vecinales y territoriales para gestionar lo colectivo -(re)construidas lenta y silenciosamente durante la post dictadura- estén en riesgo.
Que nuestros compañeros de hábitat rápidamente califiquen de mala gente al “lumpen/ maleantes/ desclasados/gente que siempre lo echa a perder todo”, nos evidencia que creen ciegamente en sus “privilegios” de vivir en el pericentro de una capital regional o comunal, olvidando de ese modo el pasado común que une a los de allá con los de acá: juntos resintieron el aumento de la desigualdad social que produjeron las continuas acomodaciones del modelo neoliberal durante la transición a la democracia, a lo que se añadió el abandono del Estado en los territorios y un aumento sostenido de diversas formas de violencia al interior de las poblaciones.
Sin duda alguna, esta situación de violencia ejercida por quienes quedaron en el “mal lugar” de la población es algo que nos daña, pero nos daña más la indiferencia que refleja la insistencia con que se plantea ese juicio, pues desconoce de manera demasiado fácil cómo hemos llegado a esto. La dolorosa constatación del ingreso del narcotráfico a las poblaciones cuenta con al menos tres trayectorias generacionales distintas que testimonian, cada una a su manera, formas diversas de economía local que intentan paliar las injustas y abismantes desigualdades sociales en Chile .
En su discurso aspiracionista, la “gente decente” pacta con el neoliberalismo en la mantención de una ideología que se sostiene en el desencuentro con el otro y en la estigmatización social. De este modo, lo que vemos que se ejerce cotidianamente es la vieja fórmula del Estado: producir violencias entre semejantes es una forma que adopta el discurso del poder para seguir gobernando.
Más irrisorias son las voces de académicos de diversas universidades, los que contrariados pierden su norte discursivo ante este movimiento social. En efecto, es como si nadie se salvara de tener una postura prioritaria sobre “los saqueos” y “desmanes”. Cualquiera, independientemente de su acceso a la educación, prefiere posicionarse moralmente respecto de estos hechos, afirmando el muro simbólico entre los del centro y la periferia. Así, la idea de los buenos (conscientes) y los malos (domésticos) es solidaria al “eso no es lo que quiere Chile, no es lo que merece Chile” pronunciado por la ex-personera de Gobierno.
Frente a este escenario, nos es imperativo reclamar que los “’desclasados” son de la población de más allá, de más abajo, de más arriba o de algún lugar que quedó en la periferia del buen vivir privilegiado porque alguien pudo ganar “un par de lucas más” que el resto.
Así que, por favor, observemos nuestros pensamientos: ante la violencia desconocemos al otro, aceptamos la propuesta del gobierno de identificar en nuestros territorios al enemigo interno, cancelamos el habla de unos con otros y perdemos el foco de nuestra lucha. Una lucha de larga data que se orienta hacia la conquista de una vida justa, una vida digna, una que valga la pena vivir para todos los del hoy y del mañana en este país. Si nos vinculamos con los de allá y los de acá ganamos en gobierno territorial, a lo cual se agrega una estrategia de autocuidado si consideramos que conocerse entre vecinos nos ayuda a protegernos, aprender y pensar con otros.
De esta manera, quizás, comencemos a enmendar poco a poco las heridas que nos hemos hecho por décadas arrojándonos a una soledad abrumadora derivada de una lucha hostil por subsanar individualmente la precariedad que nos afecta a todos. Ver así este problema nos permite permutar la pregunta de la violencia, el vandalismo o los saqueos, por una interrogación más humana o, como insiste Mariano Puga, “¿Qué he hecho yo por afectar para mejor sus vidas?”
Valeska Orellana Moraga es psicóloga, Investigadora asociada de la Unidad “Trauma, memoria y procesos de simbolización” del Programa Clínica y Cultura de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile.