América Latina rumbo al 2020

  • 18-12-2019

Se nos va el agitado 2019, que los peruanos recordaremos por la pugna entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo, tanto como por el periodo de tregua a dicha disputa que se abrió desde que, el pasado 30 de septiembre, el Congreso fuese disuelto. Así, a trompicones, se ha escrito la historia de nuestra república que, como la mayoría de sus pares latinoamericanas, se ha caracterizado siempre por la fragilidad de sus instituciones republicanas y por los constantes sobresaltos a los que las botas o las masas nos han tenido acostumbrados.

Este 2019, hemos visto como multitudes de venezolanos, apoyados por los Estados Unidos, la Unión Europea y decenas de países de la región, no han sido suficientes para devolverle la democracia al país llanero. Con Juan Guaidó, ya son tres los líderes de la oposición a la dictadura chavo-madurista que se han estrellado con una inusitada resistencia del régimen bolivariano, el mismo que ha condenado al hambre a millones de personas pero que nos sorprende por mantener en sus manos las riendas del poder, cuando en circunstancias análogas, los gobiernos de la región tienden a caer para dar lugar a otros de transición o a dictaduras militares.

Lo mismo ha sucedido en Chile, otro contraejemplo, que nos ha ofrecido una primavera eufórica cuyas masas movilizadas van sumando ya nueve semanas de protestas consecutivas que han remecido a América Latina por su duración, por la conciencia de sí expresada por los manifestantes, por su diáfana búsqueda de un nuevo contrato social, pero también por la resistencia del presidente Sebastián Piñera y del establishment en su conjunto. Habrá nueva constitución, en abril de 2020 se decidirá el modelo de Asamblea Constituyente para la ocasión, pero el Presidente se queda dónde está.

Al contrario, en Bolivia, apenas unas pocas semanas de protestas acabaron con el proyecto político plurinacional de Evo Morales; bastó que la fuerza armada le quitase el apoyo al Presidente para que el régimen se derrumbase, lo que, al contrario de los ejemplos anteriores, es mas bien típico en una región cuyas interrupciones al orden constitucional caracterizaron nuestra vida política durante el devenir del pasado siglo XX. Sin embargo, la situación en el país altiplánico también manifiesta elementos atípicos: Evo no era tan democrático, forzó su cuarta reelección consecutiva desoyendo el mandato popular del referéndum del 21 de febrero de 2016 que dictó que no se reelija más, y, muy presumiblemente, cometió fraude en los recientes comicios de octubre pasado.

Nos queda el Perú, cuya disolución constitucional del Congreso le ha devuelto algo de paz al ambiente político nacional, paz que ni la liberación de la lideresa de Fuerza Popular, Keiko Fujimori, ha logrado interrumpir. En este caso, la grave decisión tomada por el Presidente Vizcarra ha sido respaldada por la mayoría de la población y la normalidad institucional volverá cuando elijamos nuevo Congreso el 26 de enero de 2020. La pregunta que queda en el tintero es ¿cuál normalidad volverá? ¿la telúrica que trajo consigo el parlamento anterior u otra más constructiva, en la línea de perfeccionar las reformas política y judicial que se encuentran a medio hacer?

Denominadores comunes

El primer denominador común de las convulsiones que han sacudido a Sudamérica en este agónico 2019, con la sola excepción de Venezuela, es que las crisis sociopolíticas se están resolviendo a través de elecciones y dentro del marco constitucional, en una tendencia que comienza a desmarcar al siglo XXI de su antecesor el siglo XX.

El prócer y poeta cubano José Martí decía que cuando regía la democracia, la revolución se alcanzaba a través del sufragio. Sin embargo, la primavera sudamericana del 2019 nos sugiere que la revolución antecede al sufragio; es decir, se levantan las masas exigiendo una o varias reformas, y estas se implementan luego a través de la elección de nuevos gobiernos o parlamentos.

El segundo denominador común es global. Al caer el telón de acero de la Guerra fría (1989-1991) muchos anunciaron el fin de la política y de la ideología, inclusive, Francis Fukuyama vaticinó el de la historia. Sin embargo, a lo que hemos asistido es al debilitamiento del Estado y de los partidos políticos, y a la emergencia de la sociedad civil organizada que súbitamente alumbra, tanto como apaga, grandes movimientos sociales, cuyas reivindicaciones parecen más concretas que los grandes horizontes ideológicos del siglo XX.

En los últimos años, estos movimientos se han dividido claramente en dos tendencias. La primera, progresista, busca la igualdad de los derechos humanos y sociales, como la lucha por condiciones de vida más equitativas, el derecho de la mujer a abortar, la no violencia en contra de ella, las reivindicaciones de los colectivos LGTBI por alcanzar el matrimonio igualitario, la lucha por preservar el ecosistema cuando el calentamiento global ya es más que evidente. La segunda, conservadora, congrega multitudes alrededor de una agenda que reivindica la familia tradicional, se opone al aborto y al matrimonio igualitario, y combate con dureza lo que denomina “ideología de género”.

Respecto de la región, es evidente que ambas tendencias han anidado en varios de nuestros países. En nuestro caso, las luchas en contra de la obstrucción congresal del fujimorismo y en contra de la corrupción las encabezaron colectivos progresistas, mientras que el conservador colectivo Con mis hijos no te metas convocó concurridas movilizaciones en contra del aborto y del enfoque de género.

A principios del siglo XX Ortega y Gasset escribió “La rebelión de las masas” enunciando así un mundo cuyos protagonistas serían las multitudes siguiendo a grandes caudillos fascistas o comunistas, organizados en enormes partidos políticos. Hoy las grandes ideologías no generan utopías por las cuales los seres humanos pudiesen entregar la vida (acaso en Chile sí). Sin embargo, sí se movilizan por agendas más concretas y a veces con tal tenacidad que obligan a los gobiernos a atender sus demandas, las que se canalizan, o no se canalizan, hasta hoy, a través del sufragio.

La república, y cuál república, representan, como hace 200 años, la gran cuestión latinoamericana. Las masas están, pero nos toca consolidar las instituciones democráticas y forjar clases políticas que estén a la altura de los enormes desafíos que planteará la tercera década del siglo XXI.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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