Rebelión, el “supremo recurso”

  • 18-12-2019

A fines de octubre, cuando empezó a instalarse la idea de someter a Sebastián Piñera a una acusación constitucional por las gravísimas violaciones a los Derechos Humanos cometidos por su gobierno, redacté la reflexión de este texto.

Mi propósito era doble. En primer lugar, mostrar que no había ninguna contradicción entre una destitución por la vía institucional, de un lado, y toda la doctrina sobre los regímenes representativos que se había desarrollado en los últimos dos siglos, del otro. Al contrario: las “destituciones” de gobernantes son mecanismos perfectamente concordantes con los fundamentos de teoría política moderna sobre las mal llamadas “democracias contemporáneas”.

En segundo lugar, pretendía demostrar que, de todas formas, intentar el camino de la destitución por la vía institucional era una tontera completamente extemporánea, pues el gobierno de Piñera, desde el mismísimo 18 de octubre, había devenido en tiranía, y el derecho internacional de los Derechos Humanos reconoce a la rebelión como un instrumento de autodefensa del pueblo contra gobiernos tiránicos. Por tanto, desde la declaratoria de guerra contra el pueblo desarmado (y la actuación consiguiente de militares y policías) se había terminado el momento de los cantinfleos jurídicos propios de una “acusación constitucional” y se había abierto el momento de la rebelión no sólo legitimada por la movilización popular, sino también por el mismo derecho internacional.

Tras los esperables resultados del espectáculo teatral de la “acusación constitucional” del 12 de diciembre, vuelve a cobrar actualidad, pertinencia y legitimidad el camino popular de la rebelión. La “institucionalidad” que está protegiendo y defendiendo el partido del orden neoliberal, ese que va de la UDI al Frente Amplio, no es un garante de respeto por los derechos y la dignidad de las personas; al contrario, es el sostén de un régimen tiránico que los vulnera y atropella sin freno ni contemplación. Eso ha instalado un escenario de salidas excluyentes: o se impone y continúa el régimen tiránico o se termina con él por la vía de la rebelión popular. Este diagnóstico formulado a fines de octubre alcanza mayor pertinencia y actualidad tras el 12 de diciembre. De ahí la decisión de republicar las tesis de entonces en el presente espacio.

——- O ——-

Coyunturas como las vividas en los últimos dos meses en Chile suelen ser caldo de cultivo para el delirio. Y las muestras de delirio en esta “primavera chilena” han sido abundantes. Pero las que más destacan y definitivamente se han ganado todos los laureles fueron las sesudas y agudas reflexiones politológicas de Patricio Navia y Javiera Parada frente a la acusación constitucional para destituir a Piñera. La tesis de ambos es similar, pero los términos usados por la sobrepagada ex-agregada cultural de Chile en Estados Unidos fueron de concurso. Apenas se empezó a discutir la posibilidad de la acusación, usó su cuenta de twitter para despacharse esta joyita de antología:

“¿De verdad hay gente pensando en destituir a un presidente democráticamente elegido [sic]? Por favor, díganme que no es cierto. Impresionante como [sic] no hemos aprendido nada. En este país se relativiza la democracia de lado y lado, como si eso no nos hubiera llevado al peor desastre de nuestra historia. Un poco de cordura, por favor.”

Así de simple: pensar en destituir a “un presidente democráticamente elegido (sic)” es una relativización de la democracia y una falta de cordura… ¡Presidentes “democráticamente elegidos (sic)” de todo el mundo, hagan lo que hagan, nada han de temer; pueden considerarse blindados por las profundas disquisiciones filosófico-políticas y psiquiátricas de Javiera Parada, que es su pastora! ¿Destituir a Fujimori? Náaááá… Democráticamente “elegido”. ¿Y qué tal si destituimos a Hitler? No, no, no… ¡Eso es relativización de la democracia, completa falta de cordura! ¡Hitler fue “democráticamente elegido” en 1933!

Y bueno, estos paladines de la no-destitución de gobernantes claramente no se han enterado de que eso que en Chile se está llamando “destitución” y que en los regímenes parlamentaristas recibe el nombre de “voto o moción de censura” o en la tradición anglosajona “impeachment”, es una institución fundamental de los regímenes liberales representativos mal llamados “democracias”. Se trata de un instrumento que permite hacer valer la “responsabilidad política” que cabe en cualquier sistema de gobierno que pretenda encarnar la soberanía popular. En efecto, como el pueblo, titular de la soberanía, se supone que delega a través de distintos mecanismos (voto y demases) el mandato de gobernar en su nombre, tiene por ello mismo la potestad de vigilar a través de sus representantes el buen cumplimiento del mandato. Y la destitución es un recurso coactivo a disposición de los órganos de representación para evitar que el mandato sea incumplido. Sin la posibilidad de suspender el mandato, el pueblo y sus órganos de representación quedarían sin herramientas para vigilar y forzar su cumplimiento. O para castigar su incumplimiento.

El Federalista Nº 65 (atribuido a Hamilton) plantea el propósito y sentido de la destitución en estos términos:

“Un tribunal bien constituido para los procesos de destitución [impeachment] es no menos deseable que difícil de obtener en un gobierno totalmente electivo. Los ámbitos de su jurisdicción son aquellos delitos que proceden de la conducta indebida de los hombres públicos o, en otras palabras, del abuso o violación de la confianza pública“ (traducción propia, subrayados agregados).

Clarito, ¿cierto? El Federalista, el compilado de argumentos y tesis más fundamentales sobre los regímenes representativos modernos llamados “democracias”, declara a la destitución, el impeachment, como un proceso fundamental en “un gobierno totalmente electivo”. No hay nada parecido en, por ejemplo, las tesis sobre la dictadura de Carl Schmitt. Es un instrumento propio de los regímenes representativos, de “gobiernos totalmente electivos”

En las antípodas del impeachment en “gobiernos electivos” se encuentran las viejas monarquías: como no consideran que el portador y titular de la soberanía sea el pueblo, los monarcas no tienen que responder políticamente por sus actos; ergo, no son destituibles. Pero en los regímenes que se sustentan en el principio de que la soberanía emana del pueblo, la destitución es una institución “democrática” fundamental. En este marco, lo único que no sólo “relativiza la democracia”, sino que prácticamente la anula, es la negación, el rechazo o el cuestionamiento del uso de este instrumento fundamental de la soberanía popular.

Basados en esta premisa de El Federalista sobre lo “deseable” de un sistema de impeachment, la Constitución de Chile y todo régimen representativo que se precie de tal han institucionalizado algún mecanismo de destitución de autoridades, desde el/la Jefe/a de Gobierno hacia abajo. Por lo tanto, es un poquito torpe y muy desinformado cuestionar el carácter “democrático” de estos procesos institucionales de destitución de gobernantes.

Sin embargo, la situación en la que se ha metido solito el “presidente democráticamente elegido (sic)” al que quiere blindar Javiera Parada es bastante más delicada y definitivamente no puede ser resuelta ya por ese procedimiento choriflai de la “destitución” a través de una acusación constitucional.  Piñera se ha marginado de los marcos y las formas republicanas al incurrir en acciones y prácticas que en teoría y filosofía política se llaman “tiránicas”. ¿En qué consisten? Según Rousseau (Contrato Social, Libro 3, Capítulo X), en su acepción común (“Dans le sens vulgaire” dice él), “tirano” es quien “…gobierna con violencia y sin respeto a la justicia ni a las leyes…”. Y justamente es lo que hizo Sebastián Piñera durante los últimos meses: cruzó una línea sin retorno al volver a aplicar en Chile la doctrina de seguridad interior y declararle la guerra a un pueblo desarmado, tal y como ya había ocurrido en 1973. Pero no sólo hizo una declaración retórica de guerra; la puso en práctica cuando ordenó a las Fuerzas Armadas tomar el control de las calles de Chile y estas mismas Fuerzas Armadas, en conjunto con Carabineros, iniciaron una matanza y masacre descontroladas en contra del pueblo movilizado. Y claro, a modo de premio, carabineros y militares recibieron suculentos ingresos adicionales a los ordinarios por salir a reprimir y masacrar. He ahí el acto tiránico de “…gobernar con violencia…”.

Por si fuera poco, la matanza y la masacre fueron puestas en práctica al margen de las leyes y en abierta vulneración de todo el orden constitucional y del principio de legalidad. Como bien ha demostrado el abogado Jaime Bassa en una exposición ante la Comisión de Constitución del Senado, toda la actuación de Piñera y los encargados militares de implementar el “Estado de Emergencia” en cada región careció de respaldo jurídico, lo que convierte su conducta en “violencia estatal de facto”. En otras palabras, las graves ilegalidades cometidas por el gobierno y las fuerzas armadas y de orden no sólo lesionaron gravemente derechos fundamentales, sino que lo hicieron vulnerando abiertamente las normas jurídicas. Constitucionalmente, el “Estado de Emergencia” no suspende derechos que militares y carabineros sí coartaron de facto con su represión. En la práctica ni siquiera podían detener a las personas que incumplían el toque de queda; al cometer nada más que una falta, sólo debían ser sancionadas con una multa. He aquí la tiranía como actuación fuera y en contra de las leyes.

Le duela a quien le duela, la emergencia de una tiranía cambia completamente el escenario. Las acusaciones constitucionales, los impeachment, son el camino cuando un mandato o un orden jurídico son vulnerados sin haber caído aún en prácticas tiránicas. Pero la declaración y puesta en marcha de una guerra unilateral contra un pueblo desarmado hace que lo que esté en juego sea algo más elemental que el respeto a la institucionalidad: la supervivencia. Si la tiranía se impone con su violencia estatal de facto, el resultado es la masacre del pueblo movilizado. Y el movimiento popular y proletario de Chile ya tiene suficiente experiencia y memoria de eso: Santa María de Iquique, masacre de Valparaíso, Pampa Irigoin, masacre de Ránquil, batalla de Santiago, mitín de la carne… Y claro, el genocidio de 1973 al 20??

En pocas palabras, un gobierno convertido en tiranía por declarar y emprender una guerra unilateral contra el propio pueblo desarmado genera un escenario nuevo, de disyuntiva excluyente: o sobrevive la tiranía a través de la masacre, del asesinato, de la mutilación de ojos con balines, de niñas parapléjicas por disparos desaforados, de violaciones y abusos sexuales en comisarías; o sobrevive el pueblo movilizado. Pero en una situación de declaración y puesta en marcha de una guerra unilateral contra un pueblo desarmado no parece posible que subsistan ambos. Bien lo sabe el derecho internacional de los Derechos Humanos, que ha reconocido explícitamente que la tiranía nacida de la falta o vulneración del derecho compele, empuja, obliga a los pueblos a recurrir al “supremo recurso” de la rebelión. Así al menos lo estable la carta fundamental de los derechos humanos:

“Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión…”

Javiera Parada y Patricio Navia llegaron tarde con su pataleta. Ya no es tiempo de guardar formas institucionales con “destituciones” a través de “acusaciones constitucionales”. El régimen de Piñera, al estar violentando de todas las formas imaginables los derechos humanos y convirtiéndose, por ello, en una tiranía, ha legitimado la rebelión popular. Para quienes todavía necesitan argumentos de derecho para considerar esto aceptable, ahí está el derecho internacional de los Derechos Humanos diciéndolo: la rebelión es el instrumento de autodefensa del pueblo contra la tiranía. Y nada más tiránico que un gobernante declarando y poniendo en marcha una guerra unilateral contra su propio pueblo desarmado.

 

El autor es sociólogo. Director de Investigaciones del Centro de Estudios para la Igualdad y la Democracia – CEID (Santiago, Chile). Integrante de El Trokinche, colectivo de pensamiento anticapitalista. Twitter: @ego_ipse

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

Presione Escape para Salir o haga clic en la X