“Prisionero político: una persona encarcelada por sus creencias o acciones políticas”
(Diccionario Oxford)
“Si quieres saber lo que es la libertad, pregúntale al preso, no al Estado”
(The Ex, Una celda es una celda, 1989)
La gran cantidad de personas que han estado o siguen en prisión desde el 18 de octubre del 2019 por delitos asociados a la revuelta popular ha llevado a reactivar la discusión sobre si estas personas, que se calcula serían más de 2000, son o no son “presxs políticxs”[1].
Tradicionalmente hay quienes han señalado que “todo presx es un presx políticx”, atendiendo a que es la propia estructura social del capitalismo la que genera una población “excedentaria” que al quedar fuera del acceso al sistema formal de trabajo asalariado se ve impulsada a delinquir de manera habitual como parte de su estrategia de sobrevivencia, suministrando así la mayor parte de la “población penal” que llena las cárceles del país.
Además, el sistema penal y carcelario de Chile y cualquier país es definido y organizado en base a decisiones políticas que se expresan tanto en la consagración de delitos y penas (Código Penal y diversas leyes penales especiales), como en las garantías penales y procesales que se contienen en la Constitución Política y el Código Procesal Penal. Así, por ejemplo, hay claramente definiciones políticas profundas -aunque no siempre explícitas- cuando se decide concesionar algunas cárceles a privados, o cuando se decide que el hurto-falta del artículo 494 bis del Código Penal tiene como límite media Unidad Tributaria Mensual en vez de una completa[2].
En este sentido es cierto que la existencia misma de la institución penitenciaria y su funcionamiento cotidiano constituyen o reflejan decisiones políticas del más alto nivel, y por ende que algo hay de “motivación política” en cada aplicación de medidas cautelares o penas privativas de libertad.
Pero de ese modo, el concepto de prisión política pierde su especificidad para confundirse con la prisión en general, común o social.
En el otro extremo, hay quienes sostienen una noción ultra-restrictiva de prisión política, aplicable solamente a lxs denominadxs “presxs de conciencia”, excluyendo a todxs quienes hayan ido más lejos que una mera expresión de opiniones, pasando a la acción, cometiendo delitos comunes y/o ejerciendo alguna forma de violencia.
En verdad el concepto de prisión política no es tan abierto ni tan restringido como pretenden estas dos posiciones extremas. Históricamente el delito político por excelencia en los orígenes de la modernidad fue el “crimen de lesa majestad”. A partir de ahí es posible apreciar que la delincuencia política es la que de una u otra forma se opone al Estado en general o a determinados regímenes en particular. Por eso es que, a pesar de lo que ellos mismos digan, no son “presos políticos” los criminales de lesa humanidad encerrados en el muy especial recinto conocido como Punta Peuco ni ningún “agente del Estado” que haya cometido delitos contra la población civil.
En el medio nacional, la Comisión Valech tuvo que elaborar criterios y definiciones que permitieran calificar de “política” la prisión y/o la tortura sufridas por miles de personas durante la dictadura (1973-1990). Dando cuenta de ello, en el Informe de la Comisión se explica la definición de “motivación política” con que trabajaron, señalando que existiría dicha motivación en la privación de libertad o la tortura “cuando tal motivación estaba presente en los agentes del Estado que las ordenaron o realizaron”. La motivación política “no siempre es evidente y de hecho la actividad represiva siempre buscó respaldo en la supuesta defensa de la seguridad del Estado, del orden público, de la lucha contra el terrorismo, etc.”[3].
Lo más interesante para el contexto actual es que el Informe de la Comisión Valech señala claramente que existiría esta motivación política no sólo cuando sea el fundamento único del acto represivo, o cuando se apliquen medidas privativas de libertad sin juicio ni fundamento, sino que también cuando se aplican “normas jurídicas de mayor rigor en el juzgamiento de los hechos”, o “en virtud de normas especiales, como la Ley de Seguridad Interior del Estado”, que “contiene una clara motivación política”[4]. También existiría dicha motivación “en la detención y juzgamiento de delitos que constituyen hechos delictivos sancionados por cualquier legislación ordinaria de un país, que fueron cometidos con la intención de derrocar el régimen o impulsar cambios políticos”[5].
A estos ejemplos del nivel nacional podemos agregar las definiciones de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, que incluyen dentro de los supuestos que definen la prisión como política cuando “la duración de la detención o sus condiciones son claramente desproporcionadas con respecto al delito del que se ha declarado culpable o se sospecha que fue cometido”[6].
¿Son entonces presxs políticxs quienes han sido encarceladxs o perseguidxs por delitos en el contexto de la revuelta popular? Veamos algunos ejemplos.
En primer lugar tenemos una serie de actos de “evasión” del metro protagonizados por adolescentes, desde principios de octubre, acompañados a veces de cierto nivel de destrucción de instalaciones (la mayoría de las veces como respuesta a la violencia de las Fuerzas Especiales de Carabineros). El mismo 18 de octubre en la tarde estas acciones fueron calificadas por el entonces Subsecretario del Interior Rodrigo Ubilla como “delincuencia pura y dura”. La verdad es que la evasión en sí misma es sólo una falta que cometida por personas adultas se sanciona con penas de multa, y en el caso de menores de 18 ni siquiera entra al sistema de responsabilidad penal adolescente[7], sino que a lo más amerita sanciones muy leves por parte de una Tribunal de Familia.
En la parte final de nuestro decimonónico Código Penal tenemos los delitos de daños, que por ser simples delitos y no crímenes no acarrean en principio la posibilidad de medidas o penas privativas de libertad.
Por eso es que en el caso del profesor Roberto Campos, que estuvo encarcelado casi dos meses por haber pateado un torniquete en la estación San Joaquín, la única manera de justificar su encarcelamiento fue calificar estos daños dentro de los delitos especiales de la Ley de Seguridad Interior del Estado. Dicha Ley fue aprobada en 1958, bajo la presidencia de Carlos Ibañez del Campo, un año después de la gran insurrección popular de abril de 1957 en Valparaíso, Concepción y Santiago: masiva, espontánea, y gatillada también por un aumento en los precios del transporte público. La dictadura encabezada por Pinochet la reformó y reforzó considerablemente, y subsiste en el ordenamiento jurídico chileno junto a la Ley Antiterrorista de 1984, más como una trinchera que como una Ley[8].
Más escandaloso y evidentemente político es el caso de Rubén, Betor y Esteban, tres integrantes del Movimiento Juvenil Lautaro acusados de hacer una barricada sobre la línea del Metrotren. No tenían antecedentes penales y fueron formalizados por un delito del artículo 105 de la Ley de Ferrocarriles que tiene asignadas penas bajas, pero así y todo se les dejó en prisión preventiva en atención a su condición de “lautarinos”. El procedimiento fue avalado por la Corte de Apelaciones de San Miguel, en más de una ocasión, y por si fuera poco, ahora han sido reformalizados por los mismos hechos pero en el contexto de la Ley de Seguridad del Estado.
Hasta el momento ya existen 45 personas formalizadas por delitos de la Ley de Seguridad del Estado, 17 de las cuales están en prisión. Las acciones recientemente presentadas por el Ministerio del Interior en contra de adolescentes hacen recordar la frase del jurista soviético Pashukanis, que decía que cada política criminal tiene el sello de clase del sector que la propone. En este caso: desesperación y cobardía.
Respecto de otros delitos “subversivos” como el uso de artefactos incendiarios y atentados a la autoridad no cabe mucha duda sobre el carácter político de las acciones, aunque el Estado oculta la evidente justificación política de su represión en base a la Ley de Control de Armas y Explosivos, una Ley penal especial de curiosa trayectoria[9]. Más oculta aún queda la motivación política cuando los hechos se catalogan como delitos de incendio.
Un elemento adicional a destacar es que la calificación del carácter político de una acción -y de la represión que ella desata- debe tener en cuenta el contexto de ocurrencia y la percepción de la misma por parte de sus protagonistas. Como ha hecho ver Furio Jesi, la revuelta es “una batalla en la que se elige participar deliberadamente”, y “la mayor parte de aquellos que participan en una revuelta eligen comprometer su propia individualidad en una acción cuyas consecuencias no pueden conocer ni prever”[10].
Por eso es que no todo imputado por estos delitos es unx presx de la revuelta: Karim Chahuán (concejal de Renovación Nacional en La Calera) a pesar de estar formalizado por saqueos en el marco de la Ley de Seguridad del Estado no es un preso político, sino que un “político preso”.
En conclusión: todas las personas que están siendo criminalizadas por su participación en la revuelta son blanco de una represión abierta y explícitamente política. Y tal como ya nadie puede negar que las violaciones de derechos humanos han sido graves, masivas y sistemáticas, ahora debemos agitar para instalar la idea de que todxs nuestrxs compañerxs que están encarceladxs por ejercer el derecho de rebelión son, en efecto, prisionerxs políticxs[11].
[1] Estos apuntes fueron elaborados para exponer sobre el concepto de prisión política en una actividad organizada por la Coordinadora por la libertad de lxs prisionerxs políticxs 18 de octubre. No siempre escribo con correcciones “inclusivas”, pero me parece indispensable en esta ocasión, para enfatizar el hecho de que hay hombres, mujeres y adolescentes en privación de libertad. Optó por el uso de “x” en vez de de “e” o “@” pues en vez de dar por superado el problema indica que en ese punto opera una supresión. Algo que el lenguaje no puede resolver por sí solo.
[2] Tras una fuerte campaña de victimización de los supermercados respecto al “robo-hormiga”, se modificó ese límite mediante la Ley 20140 del año 2006. Con eso, miles de personas que antes sólo quedaban citadas a una eventual investigación penal, ahora pasan a control de detención en el Centro de Justicia de Santiago o los tribunales de garantía que correspondan.
[3] Informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, 2004, página 29.
[4] Ibíd., pág. 30. Los destacados son míos.
[5] Ibíd.
[6] “The definition of political prisoner”, Resolución 1900 de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa. 3 de octubre de 2012.
[7] Ver el artículo 1 de la Ley 20.084 y su sistema que sanciona sólo determinadas “faltas calificadas” cuando so9n cometidas por adolescentes de 16 y 17 años, quedando el resto de las faltas y las personas de 14 y 15 bajo la competencia sancionatoria del tribunal de familia.
[8] Sigo en esto a Karmy cuando señala que la Constitución del 80 “en rigor, no fue una Constitución, sino una trinchera; no ha sido un texto legal, sino un aparato de guerra” (Rodrigo Karmy, “La crisis. La guerra civil como técnica de gobierno”, publicado en El Desconcierto el 8 de noviembre de 2019 e incluido bajo el título “Crisis” en su libro El porvenir se hereda: fragmentos de un Chile sublevado, Sangría, Colección Ensayo, Santiago, 2019, pág. 89).
[9] Aprobada durante la Unidad Popular y usada para desarmar a los cordones industriales, fue luego reformada y reforzada por la Dictadura a fines de los 70. Posteriormente el Presidente Lagos incluyó expresamente en esta Ley la bomba molotov (rebautizada por la juventud actual como “mecha”) y el 2014 la Presidenta Bachelet la endureció considerablemente, teniendo en cuenta explícitamente que en muchos casos en que se intentó aplicar la Ley Antiterrorista a anarquistas y/o mapuche, los tribunales que no consideraban acreditado el delito terrorista recalificaban los hechos como delitos de la Ley de Control de Armas. De este modo, la motivación política una vez más es manifiesta.
[10] Furio Jesi, Spartakus. Simbología dela revuelta, Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2014, pág. 70
[11] La Declaración Universal de Derechos Humanos, de 1948, señala en su artículo 28 que “toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos”. ¿Y qué pasa en un mundo como el que habitamos, donde esto claramente no es así? La respuesta está en el tercer párrafo del Preámbulo de la Declaración, que advierte que los derechos humanos deben ser efectivamente protegidos “a fin de que el hombre (sic) no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”.