A fines de Febrero, el filósofo italiano Giorgio Agamben publicaba una columna de opinión titulada “Coronavirus: la invención de una epidemia”. En ella, el autor minimizaba las posibilidades de expansión, impacto y mortalidad del virus, aduciendo una especie de sobrerreacción de la autoridad política nacional ante el inicio de su propagación. Por esta aseveración, el autor ha sido criticado por otros filósofos como Jean-Luc Nancy. Sin embargo, en dicho texto Agamben también prestaba atención a otro fenómeno: la creciente y constante necesidad de los regímenes políticos contemporáneos que -pese a ser denominados como democracias en lo formal- suelen utilizar el recurso del estado de excepción cada vez con mayor frecuencia.
La suspensión de los derechos y libertades consagrados a nivel constitucional, las limitaciones al libre desplazamiento de los individuos y el surgimiento de una especie de anomia legal, caracterizada por el vacío de derecho son parte de este fenómeno. Sobre este punto, para el caso chileno, llama la atención la transversalidad del apoyo político al recurso del toque de queda y de declaración de estado de catástrofe frente a la pandemia. Frente a esta posibilidad, parecía como si todo el debate por el abuso de las Fuerzas Armadas desde Octubre a la actualidad se hubiese borrado de súbito y como si estas últimas hubiesen recobrado nuevamente la legitimidad perdida.
Lo anterior no hace referencia a una crítica sobre las medidas drásticas a asumir frente a la crisis, sino que al recurso ingenuo o claramente intencionado sobre la eficacia y real legitimidad de recurrir al aparato militar frente a un problema sanitario. Esta pregunta se nos hace más evidente con los recientes acontecimientos conocidos, como el homicidio del ciudadano Jonathan Reyes Somerville por parte de Carabineros durante la madrugada del 24 de Marzo.
Según fuentes como el medio Interferencia, este hecho se realizó luego de que el ciudadano saliera a pasear junto a su perro y encontrara a un sujeto sospechoso, por lo cual volvió a su casa en busca de un cuchillo -sólo para asustar al hombre, según dijo-. Mientras tanto, su prima Daniela Belmar realizaba una llamada a Carabineros, los cuales llegaron al lugar donde Jonathan se encontraba y al verlo con un cuchillo carnicero en la mano, no dudaron en disparar al pecho del hombre, dejándolo sin vida en el acto. Para Jonathan no hubo juicio, no hubo interrogatorio, ni siquiera una advertencia: fue la bala la que resolvió todos los problemas y todas las interrogantes.
Tras este acontecimiento el Fiscal Felipe Olivari ha señalado en medios que este homicidio ocurrió “en legítima defensa”, ya que según sus declaraciones “el hombre salió a atacar con un cuchillo a Carabineros”; testimonio que contrasta con el dado por la familia de Jonathan, los registros audiovisuales liberados y testimonios de los testigos presenciales del hecho. Cabe señalar que, según estos últimos, el cuerpo del fallecido pasó toda la noche en la calle y tras la escena violenta comenzaron a aparecer los vehículos de Fuerzas Especiales, para dispersar a la gente que se agolpaba en el lugar.
Los terribles hechos descritos dan cuenta una vez más de la brutalidad policial que se desata en nuestro país cuando el recurso al toque de queda y al gatillo fácil se justifica o se avala. Luego de los Informes internacionales del 2019 y el señalamiento por parte del INDH de que la mayor cantidad de vejaciones a los Derechos Humanos haya ocurrido durante el estado de emergencia, involucrando a las FFAA en su conjunto, llama demasiado la atención la ingenuidad de las autoridades y de parte de la izquierda institucional en tener fe en esta institución para solventar la pandemia.
Esta continua recurrencia al orden en momentos de crisis es un impedimento para reforzar y profundizar nuestras instituciones democráticas o de proveer soluciones diferentes al recurso del “shock” (aplicación de la fuerza en momentos de crisis). Todo esto se señala, entendiendo las múltiples acciones sanitarias y civiles que pueden tomarse para enfrentar la crisis del coronavirus, en las cuales los miembros policiales pueden cumplir una función a lo más periférica o secundaria: un aislamiento más riguroso de los contagiados, la promoción del distanciamiento social o una declaración más temprana de la cuarentena total. En nuestro continente, existen ejemplos de gobiernos, incluso dentro del polo neoliberal, que han gestionado de manera más eficiente la crisis sanitaria como Paraguay o Bolivia, ambos con menos de 50 casos a la fecha, quienes tomaron medidas sanitarias más drásticas y más tempranas, lo que ha aminorado la curva de contagio. En el caso argentino, por otra parte, las fuerzas militares han cumplido un rol activo en la prevención del virus y la atención hospitalaria, en lugar de meramente simbólico o represivo.
Por el contrario, tomando en cuenta los antecedentes recientes sobre abusos policiales a nivel nacional y la nula reformación de las Fuerzas Armadas o remoción del cargo de sus directivos -sobre todo del cuestionado Mario Rozas-, amparar el ofrecimiento de mayores atribuciones a las Fuerzas Armadas tal cual existen hoy es una amenaza para los ciudadanos en general y para todos aquellos que, como Jonathan Reyes, pueden llegar a ser víctimas del abuso policial, el uso excesivo de la fuerza y el gatillo fácil, que tantas vidas cobra cada año en nuestro país. Y que tan poca justicia suscita.