Educación y pandemia: tiempo de preguntas

  • 10-04-2020

Hay una cierta tentación –motivada quizá por un deseo de control de la “anormalidad”- de retornar a las formas habituales de trabajo, independiente de lo que ocurre en el país. Esa tentación es visible en las autoridades del Ministerio de Educación, pero se extiende a las instituciones de educación, que han buscado promover formas de escolarización a distancia, las cuales claramente solo serían posibles si el país dispusiera de las condiciones socioeconómicas con que cuenta una minoría privilegiada. Es decir, condiciones de comunicación constante (por internet), preparación adecuada para ambientes no presenciales, posibilidad de optar a quedarse en casa con niñas y niños en edad escolar, entre muchas otras que claramente no permiten establecer una “normalidad”. Menos aun cuando se cierne la posibilidad de una cuarentena general.

Pero hay otra tentación que no ayuda a enfrentar a la primera. Se trata de aquellas que ven en las soluciones del poder, como la educación a distancia (y su adulta versión de tele-trabajo), un monstruo neoliberal que acabará con las relaciones pedagógicas. Esta tentación se desliza y aparece como discurso anti-tecnológico, como si el aprendizaje desde la tecnología y las redes de comunicación online fuesen con certeza un imperio del neoliberalismo. Por cierto que hay un nivel de justicia en la crítica cuando se mira el trabajo en general, pues no hay un tele-conductor de buses, ni un tele-recolector de basura, como tampoco tele-cajeros o tele-cajeras (por ahora). Cual distopía de Orwell, lo que han llamado “tele-disciplina” tiene un límite, pues el disciplinamiento se origina más allá de la ‘virtualización’ de las relaciones que existen ya en la sociedad. Pero el contexto escolar, o de instituciones educativas, sí ofrece un debate.

¿Qué pasa y debería pasar con la educación en época de pandemia? En este debate, hay que tener clara una distinción: educación no es lo mismo que escolarización. Por una triste herencia de la modernidad neoliberal, hemos llegado a hablar inseparablemente de la educación y la escuela. Y es casi obvio: pasamos doce años de nuestra vida obligatoriamente institucionalizados –en la escuela segregada- para poder decir que estamos bien o mal educados. Y podemos seguir y endeudarnos para pasar otros 5 ó 6 años en otra institución educativa para adquirir un título profesional. En la teoría del Capital Humano, solo recién al terminar el proceso escolarizante “estamos preparados” (o no) para la vida. El neoliberalismo nos dice que la vida en serio comienza después de educarnos, o bien prepararnos en la escuela. De allí que sea tan importante para el sistema el contener la educación en la escuela, pues es la institución que distribuye las certificaciones de ser persona ‘educada’ o ‘no educada’.

Pero sabemos que la educación supera a la escuela. Como bien nos ha enseñado la filosofía de la educación, la escuela es parte de la vida, y debiese entonces ser un lugar donde se desplieguen capacidades y se constituyan identidades que no están exclusivamente en la escuela. La escuela, así, no es exclusivamente un lugar para “capacitarse”, sino que es un lugar para aprender sobre el mundo y su organización, participando de ese mundo activamente. Es solo uno de los espacios para educarse.

Pero, ¿es la escuela nuestra educación? Si miramos los procesos de la vida misma, podremos notar que hay un asidero en pensar que la educación está ocurriendo más allá de la escuela. Las tecnologías de información y comunicación están teniendo un efecto en las formas de aprender que aún no logramos dilucidar ¿Cómo re-definen la educación las nuevas tecnologías? Hay quienes quizá pensarán que estamos de nuevo en un momento de que la tecnología podría armar “máquinas de enseñanza”, como soñaba Skinner en los 40, y que la pandemia permite probarse nuevamente con la educación virtual. Pero la respuesta no es tan simple. ¿Se puede una persona educar prescindiendo de la escuela? ¿Se puede educar sin la autoridad conferida a la escuela? ¿Se puede educar sin acceder al espacio físico de la escuela, a sus registros, a sus relaciones sociales? Y si se pudiera, ¿qué futuro le cabe a la escuela, al rol docente? ¿Qué nos dirá esta crisis social y sanitaria sobre la escuela y sus desigualdades?

Para cada una de las tentaciones, la negadora de la crisis social y la negadora de la tele-tecnología, las escuelas de hoy ofrecen algo de realidad. Por un lado, lo que está pasando les dice que las escuelas hacen más que solo escolarizar, pues son necesarias para entregar vacunas, para comunicarse, y –en varios casos- para alimentar a sus comunidades. Por otro lado, la multitud de profesionales docentes han debido imaginar –forzadamente o no- formas de conectarse con sus estudiantes, de proveerles materiales para que continúen con los objetivos de su docencia. Lo hacen como tele-educación, repartiendo en físico casa por casa, o por grupos de mensajería, o por correo electrónico, o armando sitios web. En la práctica arman un espacio educativo que supera a la escuela, pero no prescinde de ella. No hay una dicotomía entre la tecnología y la educación y hoy parecen ser más necesarias que nunca para mantener ciertos grados de conexión pedagógica. ¿Cuál es la autenticidad de la educación cuando hay crisis social? ¿Quién tiene la autoridad para decirlo? ¿Cuál es la autenticidad de la pedagogía? ¿Cómo se encuentran profesores y estudiantes cuando hay ausencia de la institución escolar, que les aglutina y llama a conectarse?

Si hay algo que la crisis social y sanitaria nos debe empujar es a imaginar, a pensar la educación y la escuela desde otros lugares, sin abandonar su imprescindible presencia. Imaginar desde la vida misma es un paso, pero es muy desafiante aún –considerando que llevamos décadas de gobernantes mirando a la escuela como puntajes en pruebas estandarizadas-. Este escenario de crisis social y sanitaria invita a abandonar la idea de que las escuelas son las unidades productoras de “calidad” de la educación. El contexto de explosión e incertidumbre institucional nos refleja que toda la discusión educativa que se amarra del “mejoramiento” escolar, de las “habilidades del siglo XXI”, o del rendimiento y la calidad, se quedan desnudas, pues son incapaces de describir qué es la educación cuando hay crisis en la sociedad. Pero también es necesario abandonar los idearios romantizados de la escuela moderna y modernizante, que la sitúa como único lugar posible para la educación.

En tiempos de preguntas, más que negarse a la tecnología –que es parte del devenir de “la vida misma”-, hay un llamado natural a experimentar, a volcarse a crear y mostrar las creaciones, a dejar que la sociedad y sus ‘multitudes’ puedan mostrarse superiores a ese poder opresor que nos llama a trabajar sin sentido. Si eso se transforma en un curso online o en una revolución sanitaria, depende de cuánto estemos dispuestos a jugarnos por mirar el mundo con preguntas con las que experimentar. No nos neguemos la posibilidad de esta oportunidad, porque hoy será de preguntas, pero también necesitamos al menos algunas respuestas que no sean las mismas de siempre. Son quizá esas respuestas las que necesitaremos debatir para aportar al momento constituyente que aún tenemos en tarea, a pesar de la pandemia.

El autor es investigador de la Fundación Nodo XXI.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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