Salgo temprano a la calle y veo que en la edición impresa de El Mercurio aparece el siguiente titular: “Baquedano recupera su garbo”, junto a una foto de su estatua ecuestre completamente reparada y pintada, como una forma de conmemorar los seis meses del “estallido” en el momento en que el coronavirus lo ha suspendido hasta nuevo aviso.
Al lado aparecen fotos del mismo lugar el 1 de enero y el 19 de marzo, como para que el lector lo compare con el estado en que estaba en el momento aún álgido de la rebelión, y un día después del estado de catástrofe decretado por la pandemia, que posibilitó inclusive una sonada aparición del Presidente de la República para fotografiarse bajo Baquedano y su caballo.
No tengo muy claro qué es “garbo”, que en principio me suena más a la famosa actriz sueca Greta, así que acudo al diccionario de la RAE, que en la primera acepción me dice que es “gallardía, gentileza, buen aire y disposición de cuerpo”.
El mensaje es que el General luce de nuevo toda su gallardía y buen aire porque su monumento fue restaurado tras varios meses de haber sido el “epicentro del vandalismo”. Sí: el general Baquedano, un gallardo militar que entre otras cosas participó del genocidio denominado como “Pacificación de la Araucanía”, con el cual la República de Chile fue mucho más lejos que la Corona española en sus pretensiones de conquista y dominación, específicamente como teniente coronel en las campañas de Malleco y Renaico.
En Chile los monumentos nacionales están regulados en la Ley 17.288, de 1970, que los declara bajo protección y tuición del Estado, y los define en su artículo 1° como: “los lugares, ruinas, construcciones u objetos de carácter histórico o artístico; los enterratorios o cementerios u otros restos de los aborígenes, las piezas u objetos antropo-arqueológicos, paleontológicos o de formación natural, que existan bajo o sobre la superficie del territorio nacional o en la plataforma submarina de sus aguas jurisdiccionales y cuya conservación interesa a la historia, al arte o a la ciencia; los santuarios de la naturaleza; los monumentos, estatuas, columnas, pirámides, fuentes, placas, coronas, inscripciones y, en general, los objetos que estén destinados a permanecer en un sitio público, con carácter conmemorativo”.
Por supuesto, es el Estado a través de sus instituciones especializadas quien define a quiénes y cómo homenajear y tal como “la ideología dominante es la ideología de la clase dominante” (Marx), es fácil darse cuenta del sello de clase que ostenta desde la simple colocación de nombres de calles y avenidas hasta la decisión acerca de a qué grandes próceres de la patria vale la pena monumentalizar o no.
Pero si eso es así en la realidad, el lenguaje pretendidamente frío y neutro de la ley acude en el artículo 17 a esta definición: “Son Monumentos Públicos y quedan bajo la tuición del Consejo de Monumentos Nacionales, las estatuas, columnas, fuentes, pirámides, placas, coronas, inscripciones y, en general, todos los objetos que estuvieren colocados o se colocaren para perpetuar memoria en campos, calles, plazas y paseos o lugares públicos”.
Tal como el poder de definición de los delitos y penas mediante leyes y reglamentos, o “criminalización”, la “monumentalización” también es más dinámica de lo que parece: la que ahora llamamos Plaza Dignidad no siempre fue Plaza Baquedano, y en cada uno de los monumentos públicos e históricos existentes podríamos rastrear mucha más historia viva que la que se deja entrever observando esas imágenes estáticas.
Por otra parte, el poder también realiza de vez en cuando rituales de “desmonumentalización”: hoy en día retiran de algunos recintos militares placas conmemorativas del general Manuel Contreras como resultado de acciones judiciales interpuestas por grupos de ciudadanos, y se niega en cambio por los tribunales el retiro de la estatua del almirante Merino en un recinto de la Armada en la Quinta región. También hemos visto como se han retirado los nombres de curas pedófilos y abusadores que se habían puesto a determinadas plazas o parques antes de ser descubiertos en falta.
¿Es en verdad correcto des-monumentalizar a Contreras y seguir homenajeando a Baquedano y a Merino? ¿A los “valientes soldados” en general, que hace más de un siglo no han librado ninguna guerra contra una potencia extranjera pero si varias contra su propia población?
Cuando fui estudiante en Derecho de la Universidad de Chile a fines de los 80 e inicios de los 90 la plaza ubicada en Pio Nono frente a la Facultad se llamada “José Domingo Gómez Rojas”, en homenaje al estudiante-poeta de tendencias anarquistas que fuera encarcelado para luego enloquecer y morir encerrado en el manicomio, dentro de la oleada represiva de los años 20 contra la FECH, el movimiento obrero y todos quienes se oponían a una guerra con Perú. Posteriormente la plaza pasó a homenajear al Papa Juan Pablo II, y nadie sabe a ciencia cierta qué pasó con la enorme piedra roja erigida en memoria de Gómez Rojas, autor del bellísimo libro de poemas “Rebeldías Líricas”.
En años recientes hasta la rotonda que homenajeaba a Edmundo Pérez Zujovic -el ex Ministro del Interior del gobierno de Frei Montalva asesinado en junio de 1971 por miembros de la Vanguardia Organizada del Pueblo-, dejó de existir, aplastada por el desarrollo urbanístico e inmobiliario del barrio alto.
Pero en abierta oposición y desafío a los poderes dominantes existe también una tendencia espontánea de los sectores populares a “desmonumentalizar” los monumentos oficiales, y a instaurar en el espacio físico y psíquico de la ciudad otras formas de conmemoración que homenajean lo que Benjamin llamó “la tradición de los oprimidos”.
Los actos masivos de desmonumentalización fueron frecuentes en todo el territorio nacional durante la insurrección de octubre. Resulta obvio que para el lenguaje del poder se trataba de deleznables delitos, vandalismo y “nulo respeto por la historia”. Pero en rigor se trata de expresiones muy profundas, plagadas de significado, que suelen estar presentes en todas las insurrecciones y revueltas populares.
Así, el martes 2 abril de 1957, durante la “Batalla de Santiago”, la enorme protesta popular y estudiantil en las calles, fuera ya de todo control por parte de las organizaciones de la izquierda institucional, se caracterizó -según el historiador Pedro Milós- por una gran agresividad contra la policía, en la que “la multitud, arriesgando sus vidas, no dudó en hacerles sentir su superioridad numérica y enrostrarles la ira acumulada en el curso de los enfrentamientos”, en los que las balas policiales ya se habían cobrado la vida de la estudiante de Enfermería de la Universidad de Chile Alicia Ramírez frente al Teatro Miraflores (entre Huérfanos y Merced).
Además, hubo gran violencia contra los bienes públicos, “como si a través de la infinidad de fogatas que poblaron el centro de Santiago, se hubiese querido señalizar tanto la presencia de los manifestantes como su poder de reducir a cenizas los bienes públicos”. En ese contexto es que se produjeron también notables actos de desmonumentalización expresados “en el ataque a sedes de importantes poderes públicos y privados”. Siguiendo a Milós: “Punto extremo de esta violencia simbólica contra lo establecido fue la destrucción de las obras del monumento a Arturo Prat y el ataque a la estatua de Bernardo O´Higgins, los dos principales héroes militares de la historiografía nacional”.
¿Bastante similar al 18 de octubre de 2020, o no? Esta similitud evidente se extiende también a los asaltos y saqueos a algunos comercios del centro, motivado en esa ocasión no tanto por hambre (las tiendas de alimentos y barrotes casi no sufrieron ataques, no así las armerías), sino que como expresión de “una especie de deseo de hacerse justicia por sus propias manos”, pues una vez “roto el compromiso social, ¿por qué no apropiarse de aquello a lo cual se cree tener derecho, pero que el orden establecido de ordinario lo niega?”.
Otro paralelo que no se ha destacado es que luego de esa gran agitación popular de marzo/abril de 1957, proceso semi-insurreccional que estalló con pocos días de diferencia en las tres principales ciudades (Valparaíso, Concepción, Santiago) y que dejó en crisis al segundo gobierno del ex dictador Carlos Ibañez del Campo, el movimiento social tuvo un reflujo forzado en el invierno cuando un brote de influenza causó una pandemia cuyo efecto se hizo sentir duramente sobre el pueblo, causando más de 20 mil víctimas fatales, sobre todo niños y adultos mayores.
Los actos de desmonumentalización popular ocurridos desde fines del año pasado han sido documentados en una publicación irregular llamada “La Descolonizadora”, en cuya presentación se dice que “desmonumentalizar es una de las múltiples expresiones del movimiento social que remeció los órdenes establecidos de forma salvaje a partir de la evasión liceana”. En esos actos “fueron derrumbados podios del conquistador español, como también, de agentes del estado chileno en el siglo XIX. Porque la arremetida colonizadora no solo provino desde el imperio, sino que también adquirió su forma en la república, desde la cual se invadió, se exterminó y fueron usurpados los pueblos en nombre de la patria”.
Algunos de los eventos más significativos de los ahí listados incluyen el 29 de octubre en Temuco, cuando es derribado masivamente un busto de Pedro de Valdivia, para ser luego arrastrado con una cuerda y “empalado” a los pies de una estatua de Lautaro.
En La Serena el 20 de octubre fue derribado e incendiado un monumento a Francisco de Aguirre, cruel exterminador del pueblo diaguita, y en su reemplazo se instala a Milanka (mujer diaguita). En La Descolonizadora aparecen extractos de un documento de Aguirre donde confiesa el exterminio: “sus guerreros fueron muertos en combate, sus mujeres violadas y sus niños asesinados. Los hicimos desaparecer, a ellos y su presencia en la historia. Se necesitaba un escarmiento sangriento para que no les quedaran ganas de rebelarse”.
El 4 de noviembre en Punta Arenas es derribado el monumento al exitoso emprendedor y exterminador de fueguinos José Menéndez, para ser depositado a los pies de la estatua del indio patagón en la Plaza de Armas y reemplazado por un homenaje al pueblo selk´nam.
Mientras esos hechos ocurrían recuerdo haber pensado en lo impresionante que resulta el haber tenido que esperar una revuelta en pleno siglo XXI para poder al fin sacar del espacio púbico esos horribles recordatorios del poder de muerte que tiene el Estado moderno: colonial, patriarcal, racista y clasista.
Pero desde octubre el movimiento social no sólo removió el horror de los pedestales de las calles y plazas, también iba homenajeando de manera informal a las numerosas víctimas de la represión, como en el memorial ubicado en el sitio en que cayó Mauricio Fredes en la Alameda con Irene Morales (otra figura del panteón militar chileno). Por varios días y semanas se sucedía en ese lugar una dinámica de apropiación/reapropiación del improvisado y anárquico sitio de memoria entre las fuerzas policiales que lo destruían y los manifestantes que lo reinstalaban.
También se instalaron otro tipo de monumentos, como las figuras representativas de los pueblos originarios en Plaza de la Dignidad, y desde años anteriores había sido posible apreciar iniciativas como la instalación por el colectivo Memoria Rebelde de una piedra conmemorativa en homenaje al anarquista Antonio Ramón Ramón, en el mismo lugar fuera del actual metro Rondizzoni en que en 1914 atentara contra el masacrador de la escuela Santa María de Iquique, general Silva Renard.
Estamos en un tiempo en que quienes nos dominan aprovechan el estado de catástrofe y la pandemia para re-monumentalizar la ciudad tratando de borrar la revuelta, complementando así la labor de patotas fascistas que en estos meses aprovechaban la oscuridad de la noche y su amistad con las fuerzas de orden para destruir memoriales de víctimas de la dictadura de la que se sienten y son legítimos herederos. Esas mismas patotas, con o sin uniforme, también se han dedicado ahora a borrar nuestros mensajes de los muros y a destruir los monumentos populares instalados al fragor de la protesta, como Milanka. Lo cual no es ninguna señal de fuerza, sino que todo lo contrario.
En estos tiempos en que la imaginación popular se ha replegado parcialmente abandonando las calles y autogestionando un cuidado que el Estado mercantiliza y retarda, debemos saber escuchar a la revuelta cuando nos dice: “fui, soy y seré”.