Hay que tener mucho cuidado con pontificar sobre el cumplimiento de la cuarentena cuando se está en casas o departamentos cómodos, espaciosos, amables. No todo el país o, más bien, la mayoría del país no vive así. Pero entre estos millones de personas que habitan lo que hoy conocemos como Chile, hay grupos que viven en las condiciones más miserables. Y hay tipos de viviendas, si las podemos llegar a llamar así, donde tienden a concentrarse las personas más maltratadas por la sociedad. Hablamos de cités, de campamentos; hablamos de pobres y migrantes; o de pobres-migrantes.
Esos remedos de viviendas donde llegan las autoridades, los militares y los matinales para estigmatizar, más casi nunca para ayudar, se parecen mucho más a las cárceles que a espacios de libertad. Incluso, las celdas de Punta Peuco pueden llegar a ser palacetes al lado de estos habitáculos. Y ¿me permiten algo? Hay que conocerlos. Hay que ver a una gran cantidad de migrantes viviendo en un puñado de metros cuadrados. Hay que subir desde la pretenciosa costa de Antofagasta hacia esos cerros desérticos, donde no crece ni una hoja de maleza, para ver esas latas atravesadas donde no hay electricidad, ni alcantarillado, y en donde sin embargo las personas luchan dignamente por una vida mejor. Esos grupos, merced al hacinamiento y a la intemperie en la medida que llega el otoño, son los más vulnerables al contagio masivo. Son víctimas, víctimas sin ninguna duda.
Qué lejos estamos de mediados de la década pasada cuando las autoridades chilenas, fuertemente influenciadas por el trabajo de la organización Techo, se fijaron el objetivo Bicentenario de erradicar definitivamente los campamentos de Chile para el año 2010. Al revés, el catastro dado a conocer hace algunos meses por el Ministerio de Vivienda y Urbanismo reflejó que había 46.423 hogares viviendo en 802 asentamientos, cifra muy superior a 2011, cuando había 27.378 personas en 657 asentamientos.
Antes de esta crisis, la envergadura de la situación del precio de las viviendas estaba empezando a generar otros problemas y a afectar incluso los compromisos a los que nuestro país está obligado, puesto que el Derecho universal a una vivienda, digna y adecuada, como uno de los derechos humanos, aparece recogido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Como se sabe, en nuestro país las dinámicas sobre el territorio de la ciudad están desreguladas, de ahí deriva como fenómeno indignante la expulsión o arrinconamiento que han sufrido los pobres en ciudades como Santiago, para hacerlos vivir muy lejos de las zonas céntricas o lisa y llanamente como allegados o en campamentos.
El propio Ministerio de Vivienda y Urbanismo ha reconocido una relación directa entre los altos precios de las viviendas y el aumento de los campamentos. Hasta ahí parecemos todos estar de acuerdo. Sin embargo, el debate se contamina cuando gremios como la Cámara Chilena de la Construcción piden, en vez de regulación, más desregulación para que sea supuestamente el mercado el que baje los precios.
Es fácilmente previsible que esta crisis provocará efectos importantes en el mercado inmobiliario. Pero no queremos hablar del mercado, porque los derechos son a todo evento. Y el derecho a una vivienda digna y adecuada lo es. Por eso, solo cabe defender a quienes viven en cités y campamentos y exigir para ellos un trato digno.