Por estos días, el panorama muchas veces parece desalentador, puesto que la pandemia del COVID-19 no sólo ha dejado al descubierto las más feroces contradicciones en la relación humanidad-economía, sino que también ha expuesto las grandes deficiencias del rol del Estado.
Hemos visto cómo en los últimos meses el Gobierno ha agudizado sus políticas del terror, sin importar lo evidentes que sean, escogiendo una vez más el miedo como emoción perfecta para hacer avanzar bajo cualquier costo su modelo económico criminal, actuando al límite de lo que el filósofo Achille Mbembe llama la “necropolítica”.
La necropolítica o política de la muerte, es entendida como la promoción de políticas de Estado que consideran como una de sus consecuencias, la posibilidad de muertes en algún grupo de la población. La cientista política Giselle Carino planteaba hace un tiempo en el diario El País de España cómo este concepto estaba presente en los Estados de América Latina, cuestión que se puede ver hoy en las acciones irresponsables del presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, o en el llamado a un retorno a clases presenciales en Chile.
Por supuesto que las medidas impulsadas por el ministro de Educación, Raúl Figueroa, no son excepción a este análisis. Desde antes del estallido social que esta cartera ha representado el bastión de la persecución y criminalización hacia los estudiantes, caracterizándose por proyectos depredadores de la educación pública como Aula Segura y Admisión Justa, en los que se utilizaba como discurso la protección del Estado hacia las/os estudiantes y sus familias, mientras que en lo material se hacía todo lo contrario.
Es irrisorio ver durante estas últimas semanas cómo el ministro Figueroa sigue utilizando el mismo discurso para justificar medidas irresponsables como la reducción de presupuesto en Educación, clases virtuales improvisadas sin garantía de calidad y acceso universal, guardando silencio total respecto a los cobros de las deudas por educar, y respaldando una y otra vez el mal evaluado “Plan de retorno a clases”, ignorando incluso que ni siquiera se ha terminado el período de Estado de Catástrofe Constitucional.
¿Es esto lo que se espera de un ministro de Estado en medio de una crisis sanitaria como la que enfrentamos? ¿Realmente piensa que con una pandemia latente, existen aulas seguras? Lo cierto es que la comunidad científica plantea que hoy no se cumplen en Chile las condiciones que la Organización Mundial de la Salud y la UNESCO han definido como necesarias para relajar las medidas de distanciamiento social. Los riesgos a los que se enfrentan las millones de familias siguen siendo enormes, considerando no sólo la posibilidad de que niños, niñas y adolescentes se contagien, sino que además sean población portadora-asintomática, y que aumente la posibilidad de contagio en sus casas y traslados, provocando un posible rebrote del virus en pleno invierno.
Variadas voces del gobierno han dejado en evidencia la incertidumbre con la cual están operando, sus datos son erróneos, insuficientes y no están transparentando el grave peligro al que se nos está empujando.
¿A quiénes arriesgan entonces en esta nueva normalidad? ¿Son los millones de niños, niñas y adolescentes del país la población de prueba? Urge enfrentar esta irresponsabilidad con más democracia y transparencia, que permita la elaboración de soluciones colectivas que tengan respaldo científico y de expertos, donde realmente se considere la realidad a la que se exponen miles de familias y comunidades educativas.
Es cierto que no tenemos pruebas concretas de que efectivamente pueda existir un rebrote, pero tampoco tenemos dudas del riesgo mortal al que hoy se exponen millones de personas en el país. Es momento de tomar en serio el rol de las autoridades e instituciones en momentos de crisis como éste y decidirnos de una vez a poner las vidas en el centro. Sólo así podremos descartar la necropolítica como estrategia de este Gobierno y avanzar hacia un Estado democrático.