Es sin duda el país más poderoso del planeta. Gracias a su producto interno bruto, su ingreso nacional per cápita y un poderío militar sin paralelo, EE.UU. es capaz de torcer voluntades e imponer sus intereses al resto del mundo.
Entonces, en medio de la presente pandemia, la pregunta resulta obvia: si EE.UU. es tan poderoso y desarrollado como se cree ¿por qué es el país más golpeado por el COVID-19, el patógeno causante del Coronavirus? ¿Cómo es que en la ciudad de Nueva York, capital financiera del mundo, el personal médico haya debido protegerse con bolsas de basura y que la mortandad sea tan grande que los cuerpos se descomponen en camiones de mudanza? ¿Por qué después de una semana de cuarentena parcial la economía tocó fondo y cientos de miles de familias tienen que aceptar donaciones de comida para poder sobrevivir?
La respuesta es simple: EE.UU. no es un país desarrollado, por lo menos no en su totalidad, solamente rico, armado hasta los dientes y dueño de una desigualdad pasmosa, tanto o más mortal que el mismo virus. Si bien la mendacidad, el egocentrismo y la corrupción del gobierno de Donald Trump han exacerbado la tragedia, la raíz de esta debacle se encuentra en las deficiencias estructurales del sistema, tanto en las inmensas contradicciones de su economía de mercado, agudizadas por el neoliberalismo de las últimas cuatro décadas, como en el racismo sobre el cual esta nación fue fundada.
Las cifras de la pandemia opacan los datos macroeconómicos que sitúan a EE.UU. al tope del desarrollo mundial. La respuesta norteamericana ha sido tan pobre que representando solo el 4.25% de la población mundial (328 millones de habitantes), acumula más del 30% de los contagios y más del 25% de los fallecidos por COVID-19.
Hasta hoy, 1.2 millones de personas han sido diagnosticadas con Coronavirus y 25,000 nuevos casos se suman cada día, un crecimiento de entre el 2% y 4% cada 24 horas. Las casi 80.000 muertes por COVID-19 superaron en tres meses las bajas sufridas por EE.UU. en 10 años de guerra en Vietnam. En su edición del 5 de mayo, The New York Times reporta que desde hace un mes el número de muertes por la enfermedad no baja de las 1,000 personas por día, aunque en las ultimas semanas el numero llega 2,400 diarios: 100 muertes por hora. En Nueva York, como en Guayaquil, Ecuador, ni las morgues ni las funerarias dan abasto, y los cadáveres se amontonan sin ser procesados. Más de 33 millones de personas han perdido su trabajo, igualando el desempleo de la Gran Depresión de 1929 y en los bancos de comida para indigentes la demanda se ha cuadruplicado.
Una de las explicaciones de la aparente contradicción entre el poderío norteamericano y su paupérrima respuesta al COVD-19 radica en que a pesar de su riqueza y un gasto estratosférico en salud, EE.UU. es el único país industrializado que no cuenta con un sistema de salud que garantice atención a sus ciudadanos. En su lugar opera un sistema de salud que prioriza el lucro a través de aseguradoras que actúan como intermediarias entre el paciente y el prestador de servicios. Solo en 2018, estas compañías aseguradoras facturaron $912 billones en servicios; su millonario lobby es el motivo principal para que la derecha se oponga tajantemente a un sistema público que cambie el énfasis en lucrar a garantizar la atención para todos.
En EE.UU. el acceso al seguro médico es a través de un empleador. El beneficio es voluntario, por lo que en el 2018 solo 46.8% de las empresas lo ofreció a sus trabajadores. Alrededor de 44 millones de estadounidenses no cuentan con ningún tipo de seguro médico, mientras que para otros 38 millones los beneficios son inadecuados. Para muchos de los nuevos desempleados por la pandemia, perder el trabajo también significó perder las prestaciones médicas.
Para aquellos sin seguro la alternativa es pagar de su propio bolsillo o no atenderse para evitar endeudarse; la atención medica no es barata. Según un estudio publicado en el 2019, el 65% de las bancarrotas declaradas por las personas en EE.UU. son producto de deudas médicas.
El empobrecido sistema de salud público es la última opción, pero solo califican las personas extremadamente pobres, los mayores de 65 años y en algunos estados los niños. De esta forma, el sistema de salud en EE.UU., o más bien la falta de este, es uno de los principales responsables de la catástrofe del COVID-19 en el país, en donde millones de personas enfrentan el dilema de incurrir en deudas que pueden arruinar sus vidas o no ver a un médico, postergando controles u otros procedimientos y esperando lo mejor.
Uno de los pilares del neoliberalismo de las últimas cuatro décadas es la reducción de los impuestos que pagan los grandes capitales bajo la ficción de que si estos crecen, las ganancias llegaran al resto, la llamada “teoría del chorreo”. A 40 años del mito, el chorreo no solo nunca ocurrió, sino que al no percibir esos ingresos por concepto de impuestos, el estado se ve privado de los recursos necesarios para financiar programas públicos, incluida el área de salud. Como consecuencia, la infraestructura sanitaria de EE.UU. no ha estado a la altura del COVID-19.
Según la Organización Mundial de la Salud, EE.UU., con 2.9 camas de hospital por cada 1,000 habitantes, figura en el puesto 69 de 182 países en esta área, muy por debajo de los denominados desarrollados, pero también inferior al número de camas de hospital en Bielorrusia (11.1), Ucrania (8.8), Cuba (5.2) o Argentina (5.4). La disponibilidad de médicos en EE.UU. es igualmente pobre. Con 2.6 doctores por cada 100,000 habitantes, figura por debajo de países mucho menores como el líder Cuba (8), Bielorrusia (4), Mongolia (3) y Serbia (3). Como consecuencia, la mortalidad materna y neonatal en EE.UU. es más alta que la de Irán y Arabia Saudita y la expectativa de vida al nacer en EE.UU. (68.5 años) es menor que la del propio Chile (69.7), Costa Rica (70.9) y otros países mucho menos “desarrollados”.
Estos promedios nacionales no muestran toda la historia. Como se sabe, EE.UU. es una potencia científica, sede de centros médicos de lujo y de tecnología médica de punta. El problema es que para acceder a ellos hay que pagar, y como se ha dicho, solo una minoría de los estadounidenses pueden hacerlo. El resto se salva como puede.
Chicago, una de las ciudades más importantes del país, es conocida entre otras cosas por la segregación racial que históricamente ha ubicado a las comunidades afroamericanas en el sur y el oeste de la ciudad y a las europeas o blancas en el norte. En el Barrio de Englewood, en el sur de la ciudad, el 95% de los residentes son afroamericanos, mientras que en Lincoln Park, un afluente barrio en el norte de Chicago, el 80% es blanco. A menos de 19 km. de distancia uno del otro, sus realidades socioeconómicas no pueden estar más alejadas.
En Englewood 44% de los hogares y el 56% de los niños viven la pobreza, comparado con el 10% y 21 % en Lincoln Park respectivamente. En Englewood, 16% de las personas no cuentan con seguro médico, el doble del 8% en Lincoln Park. La pobreza, la falta de atención médica y una infraestructura pública casi inexistente en el sur, significan una mayor prevalencia de enfermedades crónicas, situación de la que se vale el COVID-19 para causar el máximo daño. Así, Englewood y Lincoln Park muestran marcadas diferencias en esta materia: obesidad, 34% versus 19 %; diabetes, 12% versus y 7%; hipertensión arterial, 37% versus 21%. Con estas cifras, no sorprende que los residentes de Lincoln Park vivan en promedio 11 años más que los de Englewood.
A la luz de estos números, no resulta sorprendente que la mayoría de los contagios y muertes por COVID-19 se concentren en comunidades afroamericanas, inmigrantes y de gente pobre en general. Las comunidades de Chicago mencionadas antes demuestran que en lugar de ecualizar, el Coronavirus magnifica las grandes desigualdades que coexisten en este país. Mientras que en Englewood el promedio es de 12.5 casos de COVID-19 por 1,000 residentes, en Lincoln Park la cifra es menos de la mitad, 5 casos por cada 1,000 residentes. Estas cifras son engañosas, ya que a pesar de tener un número similar en el total de casos, en Lincoln Park se le ha hecho el test a 2,102 personas y en Englewood a solo 1,344.
Esta realidad se repite en el resto del país. El CDC reporta que el 30% de las personas afectadas con COVID-19 son afroamericanas, aunque este grupo representa solo el 14% de la población del país. Le siguen los Latinos, que con aun menos acceso a la salud, presentan una tasa de contagio tres veces superior a la de los blancos.
Estas radicales diferencias entre comunidades separadas a veces por no más de un par de kilómetros, muestran la enorme distancia en las expectativas de una vida saludable entre los que tienen y los que no. Sin atención de salud garantizada para todos y con una infraestructura medica insuficiente, no sorprende que el COVID-19 siga causando estragos en el país más rico del mundo. Como muestran las cifras, el COVID-19 ha dejando al descubierto que el poderoso EE.UU., socioeconómicamente hablando, no es mas que un gigante con pies de barro.