Espasmos mioclónicos del despertar en Chile: Habitar en la exclusión y el (no)derecho

  • 26-05-2020

*Esta columna de opinión fue originalmente publicada en la revisa invitro, de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la U. de Chile.

Cuando comenzamos el tránsito entre la vigilia y el sueño, nuestro cerebro -aparentemente entregado al proceso- puede liberar, repentinamente, señales que nos hacen saltar en la cama, muchas de estas veces despertar y, en no pocas ocasiones, hacerlo con la sensación angustiante de estar cayendo al vacío. Este tipo de reacción se denomina espasmo mioclónico: una liberación de energía que deja escapar estímulos nerviosos que hacen que nuestro cuerpo se sacuda y que a veces nos despiertan pero, otras veces, solo lo hacen de manera aparente y, rápidamente, nos volvemos a dormir.

El 18 de octubre, un Chile que parecía dormido en las cifras macroeconómicas y la tranquilidad de los promedios, “despertó” abruptamente. Es más, “no lo vimos venir” fue una frase repetida por muchos analistas, académicos y gestores públicos. Fue una mioclonía que nos sacó rápidamente a las calles y nos expuso desnudos frente al espejo de lo cotidiano, dejándonos cara a cara frente a las miserias que habíamos ido ocultando históricamente en las rugosidades de este modelo que, muy orgullosos, lucimos por años frente a nuestros vecinos.

Este espasmo nos obligó a poner el foco en aquello que muchos venían advirtiendo sin éxito, la evidencia de una sociedad en la que, por una parte, la democracia y el respeto a los DDHH parecían haberse constituido como un valor dentro del terreno simbólico pero que , por otra, no internaliza aún la relevancia de estos derechos en cuanto al aspecto más material, práctico y de su realización concreta, más allá del discurso sino que como práctica de política pública activa y encarnada en la producción de territorios.

Este despertar juntó a los chilenos en la calle, clamando por derechos económicos, sociales, culturales y ambientales, se pidió a gritos un cambio de pacto que visibilice la interdependencia y relevancia, no solo simbólica, de aquellos derechos considerados básicos tras arduas luchas de la humanidad para su establecimiento como condición mínima de vida digna. Educación, salud, trabajo, vivienda, agua.

Al calor de esta sacudida, la extrema y escandalosa desigualdad chilena se volvió pauta central de matinales, revistas y entrevistas en horario prime. Los departamentos de 17 m2 que hasta la semana anterior aún promovían como un peldaño en la escala social, fueron expuestos como una manifestación del abuso del sistema, la desregulación del mercado inmobiliario y el uso del suelo en las noticias de las 12[1]. Asistimos a un desfile de dirigentes sociales -muchas veces invisibles- que esta vez eran oídos, vistos en televisión, entrevistados en las radios, atendidos en el congreso, visibilizando el déficit habitacional que existe en nuestro país y las precarias condiciones en las que construyen día a día sus territorios cientos de familias chilenas. Nos avergonzamos por las profundas brechas sociales que nos caracterizan como pueblo, por la supremacía del derecho a la propiedad por sobre los derechos sociales que nos rige (todavía) o porque tenemos compatriotas que no acceden al agua potable. Hubo reportajes que sombreaban la ruta de los trabajadores que después de tres horas en transporte público llegaban al otro extremo de la ciudad para trabajar de pie ocho horas y luego gastar otras tres horas en volver a sus hogares. La vulneración de DDHH como la educación, la salud, el trabajo y la vivienda dignas, la precariedad, la injusticia espacial[2] se pusieron de moda. Pero ¿despertamos realmente?

Estábamos en eso, esperando marzo, y llegó otra vez lo “inesperado”. El azote del Covid19, vino como una segunda descarga, confirmando que quienes reciben (siempre) los mayores impactos diferenciados e interseccionales sobre la realización de derechos económicos, sociales, culturales no son solo un reflejo, sino que tienen rostro, nombre, familia y además corren peligro inminente.

  • “Lavarse las manos es un imperativo”, pero ¿qué hacen las 360 mil personas[3] que no tienen acceso al agua?.
  • “Debemos mantener el distanciamiento social”, mas ¿cómo hacerlo en espacios de 40 m2 en los que habitan más de dos hogares en promedio?
  • “Estudiaremos en línea para no perder el año”,¿ cómo lo hace una familia para pagar el casi 10% del sueldo mínimo que significa disponer de una señal que soporte la reproducción de videos?
  • “Quédese en su casa” nos ordena la autoridad, pero ¿qué hago si debo trabajar para comer en el día?

Hemos producido territorios hostiles para muchos, donde se habita el no-derecho: sin agua, precarios, inseguros, excluidos, alejados. Los hemos creado y los hemos permitido pues no son accidentes ni externalidades inevitables. El territorio no es un repositorio donde dejamos caer personas, cargas ambientales, infraestructura y/o servicios, es una construcción relacional producto de nuestras interacciones, políticas y también de nuestras omisiones, de decisiones explícitas o del abierto abandono por parte del Estado y de la Política Pública.

Esta segunda mioclonía debería despertarnos definitivamente, empujarnos a reflexionar porque puede que el problema no sea el virus del año, sino que seamos nosotros, que no hemos abrazado la responsabilidad que implica asegurar la realización de derechos y el valor de la política pública como instrumento constituyente, distributivo y regulador cuando efectivamente pone al ciudadano al centro. Porque una política pública sin derechos en su norte, no es más que aquello en lo nos dormimos originalmente: una importante batería de compromisos internacionales adquiridos, sin muestras de reconocimiento formal ni menos un correlato institucional que asegure su garantía de cumplimiento.

Estamos frente a un asunto que no es exclusivamente de recursos, sino que también de justicia y de decisiones políticas. Una vez más, la condición de fragilidad que salta a la vista a propósito de una situación de borde nos obliga a repensar nuestro territorio y las formas de habitarlo (o sufrirlo). Esta vez, el Covid19 nos está dando estas señales e invocando a la discusión en torno a la realización de derechos humanos fundamentales, a la garantía de estos mismos y también al rol del Estado en el aseguramiento de condiciones de justicia espacial, pero ¿nos va a despertar de verdad? Espero que así sea.

[1] Esta y otras discusiones no nacieron en estos días, pero estuvieron hasta ese momento mas bien circunscritas a la academia, las universidades, los analistas, sin acercarse mucho a la práctica de la política pública y mucho menos a la masividad de los medios de comunicación,

[2] La Justicia espacial (Soja, 2014) se define como la existencia de ciertas cualidades: libertad, igualdad, democracia y derechos; como un fenómeno social y además como un hecho espacial que no reemplaza a la justicia social, sino que se erige como una categoría analítica distinta, en la que todos tenemos algo que decir y cuya definición y acuerdo se sustenta en la deliberación ciudadana.

[3] MODATIMA, 2020.

 

*Gabriela Guevara es Msc. en Gestión y Políticas Públicas, Geógrafa, especialista en Gestión Pública para el Desarrollo Territorial. Consultora internacional en materias de políticas públicas y gestión del territorio y docente en materias de Políticas Públicas con enfoque de DDHH. Actualmente es doctorante del programa Territorio, Espacio y Sociedad de la Universidad de Chile

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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