Como decíamos al día siguiente del asesinato del ciudadano estadounidense George Floyd, el crimen no solo expresaba una historia de discriminación contra la población afroamericana en ese país, sino también una política y una retórica de discriminación racial implementadas durante el gobierno de Donald Trump. Si a esto sumamos la grave crisis sanitaria que vive ese país y la decisión del Presidente de enviar tropas militares para reprimir a los manifestantes originarios de Minneapolis, no es de extrañar que en pocos días las protestas se hayan extendido a decenas de ciudades y llegado hasta las propias rejas de la Casa Blanca. Incluso información no confirmada, aunque reproducida por medios considerados serios, dan cuenta de que anoche Trump debió ser alojado en un bunker, debido al asedio de los manifestantes en las inmediaciones del Palacio de Gobierno.
La situación era inimaginable hace algunos días: Estados Unidos vive por sexto día consecutivo los que son considerados los mayores disturbios desde el asesinato de Martin Luther King. Las protestas se han extendido por más de 75 ciudades de toda la Unión, primero con marchas y luego con enfrentamientos con la policía, quema de autos y manifestaciones callejeras de distinto tipo. Como consecuencia, las autoridades locales han decretado toques de queda en más de 40 ciudades y han desplegado la Guardia Nacional (la fuerza militar de reserva que el país usa para situaciones de emergencia) en al menos 15 estados.
Para muchos dirigentes estadounidenses (de preferencia demócratas) y probablemente para millones de personas en el mundo, Trump es un gobernante racista, igual lamentablemente que otros que incluso gobiernan en Sudamérica. Y el país ha ido girando en torno a su mentalidad. El dato duro es que ha habido un importante aumento de los delitos de odio en Estados Unidos desde su llegada a la Casa Blanca. La violencia supremacista de Estado irrumpe en el debate político y, claro, resulta difícil olvidar la gran cantidad de gestos que Trump ha tenido en tolerancia con grupos como los autodenominados herederos del Ku Klux Klan, mientras al mismo tiempo ha hostilizado a latinos y afroamericanos, con palabras y con medidas de diferente índole.
Éste es un punto donde lo sanitario, tal como en el caso de Chile, se entrelaza con lo social. El perfil de los más de 100 mil fallecidos en Estados Unidos por Covid-19 ha puesto en evidencia la situación disímil con que sectores de la población están enfrentando la pandemia, frente a un gobierno que nunca ha querido tomar medidas estrictas y que, ante el descontrol del cuadro epidemiológico, ha preferido inventar polémicas y culpar tanto a China como a la OMS de la situación que está viviendo la Humanidad en general y Estados Unidos en particular. El punto es que, concretamente, los fallecimientos y este asesinato se han traducido en el hastío por un sistema de salud indefenso, la desigualdad económica, la arbitrariedad policial y un creciente nacionalismo.
Hemos señalado que, en estas particulares circunstancias donde el virus impide que se pueda tapar el sol con un dedo, los liderazgos que han tenido un estilo dialogante, humilde y al mismo tiempo políticas sanitarias estrictas, han podido enfrentar mejor la pandemia que aquellos gobernantes altaneros y capaces, incluso, de torcer la verdad para no dejar de tener la razón. Lamentablemente para el pueblo de Estados Unidos, su presidente pertenece al primer grupo. Y, lamentablemente para otros millones de seres humanos, existen varios más como él.