En los últimos meses los llamados al distanciamiento físico se han traducido en la consigna “quédate en casa”. Lo repiten noticieros, publicidad y redes sociales. Pero, ¿quedarnos en qué casa?
La desigualdad de la vivienda en Chile es evidente. Mientras en comunas como Vitacura una vivienda tiene 106m2 en promedio, en Puente Alto tiene 44m2 (INE, 2017). Sumado a esto, la Fundación Techo-Chile indica que el 37% de las familias con menores ingresos viven allegadas y que el 19% de los hogares de blocks de departamentos viven hacinados. Situación, muchas veces deriva de programas que “premian” el crecimiento familiar, mejorando sus condiciones de postulación a una vivienda que, en realidad, no dará abasto para esa cantidad de personas.
Si bien el allegamiento y hacinamiento afecta la calidad de vida en general de los y las habitantes, las principales víctimas en un contexto patriarcal, son las mujeres e identidades feminizadas. Debido a que la división sexual del trabajo asume que sean las mujeres las que se posterguen, siendo las primeras en renunciar al “cuarto propio”, se levanten más temprano para no molestar o se queden en casa para mantener la limpieza y no “estorbar” el descanso post jornada laboral. En la misma línea, son las primeras en recibir las repercusiones de tensiones domésticas – como el uso del baño o espacios comunes, ruido, privacidad, entre otros– comunes en contextos de hacinamiento y que tienden a derivar en violencia sicológica y/o física, de la que muchas veces se ven imposibilitadas de salir por falta de redes de apoyo e independencia económica.
La política habitacional también juega un rol en la dependencia económica mencionada. Su funcionamiento privatizado conlleva -por búsqueda de suelos económicos- la construcción de vivienda social en terrenos marginados, carentes de servicios o equipamiento. Lo que genera problemas para quienes mantienen un trabajo formal en centros urbanos y deben encargarse de labores de cuidados. En consecuencia, muchas mujeres se ven obligadas a renunciar a sus trabajos porque sienten la carga de resolver carencias que les producen sus viviendas o barrios, tales como los largos trayectos de traslado de niños y niñas al colegio, al jardín o de personas mayores al consultorio u hospital, responsabilidades que son incompatibles con largos viajes al trabajo en prácticamente el mismo horario.
Esta situación no es aislada, según el INE, el año 2018 por cada hombre que abandonaba su trabajo por responsabilidades de cuidados, cinco mujeres lo hacían y son más de un millón de mujeres las que declaran no acceder al trabajo formal por razones familiares permanentes, mientras que menos de 45 mil hombres manifiestan la misma razón. Esta situación en muchos casos genera dependencia económica, impedimento para salir de círculos de violencia.
En otros casos, las mujeres acceden a ingresos propios a través de trabajo autogestionado, generalmente relacionado a cuidados externalizados. De hecho, las mujeres lideran los índices de trabajo informal que, hoy producto de la emergencia sanitaria, están viviendo momentos críticos.
La lógica rentista del sistema de vivienda también repercute en la informalidad laboral. Me refiero con esto, a que viviendas económicas de pequeño tamaño, sin aislación acústica o térmica, no sólo aguantan el allegamiento o el hacinamiento, sino también la producción del trabajo informal. El living es también el taller de tejidos y confección de ropa, las habitaciones son también bodegas, las cocinas son productoras de queques, empanadas o sándwich, los antejardines para las artesanías, y así un largo etcétera.
Un sobreuso del espacio que afecta las tensiones familiares por estrechez de la vivienda o insuficiencia del barrio para albergar estas actividades. Lo que produce contraposiciones entre el rol doméstico o laboral del espacio, disyuntiva que tiende a implicar costos para las mujeres. Por ejemplo, decidir si mantener el patio para colgar la ropa o transformarlo en taller, ampliar la cocina o dejar espacio para otra habitación, entre otras. En medio de la cuarentena, estas labores implican no sólo sobreuso del espacio, sino un agobio que convive en condiciones de hacinamiento y confinamiento.
En este contexto el llamado a quedarse en casa se vive diferente según barrio, vivienda y cuerpo que habitamos. La precarización producto de las crisis se expande y con esta, la violencia. No es casual que, según la encuesta de la Asociación Chilena de Municipalidades, el 93% de las mujeres crea que tiene mayor riesgo de sufrir violencia en el confinamiento. Pues esas tensiones por falta de espacio, roces matutinos o nocturnos hoy son en horarios extendidos, incluso en ocasiones ininterrumpidos.
Bien han alertado las organizaciones feministas sobre el aumento de violencia. La invitación es a pensar los factores espaciales que la facilitan o incrementan, a reimaginarnos desde una perspectiva feminista las ciudades, los espacios domésticos y privados.
*Esta columna fue publicada originalmente en el blog Invitro del Instituto de Vivienda de la Universidad de Chile.