En lo álgido del debate parlamentario, entre discursos, rumores de pasillo, alianzas de oficina y pactos trasnochados, constantemente resuena la inconstitucionalidad como refugio permanente, como útil artimaña, para evitar la expresión de las mayorías.
Solo este año la constitución ha obstaculizado, o frenado múltiples iniciativas, y desde que nos rige la Constitución de la Dictadura, la friolera llega a más de 300 declarados inconstitucionales.
El 2020 partió con la negativa, por parte del senado, a consagrar el agua como bien de uso público sepultando un arduo y extenso debate. Con 24 votos a favor y 12 en contra, la norma fue rechazada, puesto que se requerían dos tercios para su aprobación (29 votos a favor).
Sin siquiera llegar a discutirse, el proyecto presentado por Convergencia Social, que regulaba las inyecciones de dinero a grandes empresas afectadas por la crisis, fue declarado inadmisible inmediatamente. La Constitución no permite que el parlamento pueda intervenir en cómo el Estado se relaciona con los privados.
La misma amenaza fue ejecutada en el proyecto de retiro del 10% de los fondos de las AFP que fue propuesta, en primera instancia, en abril de este año no prosperando por contrariar la Carta Magna. Esta iniciativa tuvo que ser reformulada como una reforma a la Constitución para lograr ser finalmente aprobada en un debate inusitado y seguido atentamente por la ciudadanía, quienes miraban como se conseguían los votos a favor de 93 de los 155 diputados. La presión de la gente evitó la presentación del eventual veto presidencial que echara por la borda todo el trabajo realizado.
El proyecto del posnatal de emergencia fue declarado inconstitucional a pesar de su amplio respaldo en ambas cámaras, y las diversas organizaciones de mujeres. Tuvo que ser la presión ciudadana, y parlamentaria, para que el proyecto de las diputadas Yeomans y Orsini llegase a ser presentado por el ejecutivo y finalmente lograr la aprobación (más vale tarde que nunca). Los proyectos que impliquen algún tipo de gasto, por pequeño que sea, son iniciativas que exclusivamente deberían provenir desde la presidencia.
Jaime Guzmán, ideólogo de la Constitución, lo dijo: “La Constitución debe procurar que, si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque —valga la metáfora— el margen de alternativas que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella sea lo suficientemente reducido para hacer extremadamente difícil lo contrario”.
Cambiar la Constitución es un imperativo para la expresión democrática de las mayorías. La actual Carta Magna hace, en gran parte, testimonial el quehacer democrático e imposibilita la canalización en políticas públicas que mejoren la calidad de vida.
Una Constitución que permita el ejercicio democrático de manera efectiva, que le entregue a las mayorías la posibilidad de canalizar las demandas y lograr transformaciones significativas en la institucionalidad nos hace bien, vigoriza el quehacer político y nos compromete a todos en un proyecto-país.
*Los autores son Secretario Político de Contenidos de Convergencia Social y Académico de la Universidad de Valparaíso, respectivamente.